Hoy se celebra el día de la madre, aunque yo no le hago caso a esta fecha porque para mí sigue siendo el 8 de diciembre, como en mi infancia. Me he acordado sin embargo de varias madres que pueden representar a su vez a otras muchas que están en su misma situación. Desde mi puesto de trabajo actual y desde mis anteriores ocupaciones laborales y voluntarias me he encontrado con situaciones de madres que me han hecho sangrar por dentro.
Sin ir más lejos en el presente curso hemos tenido que entrevistarnos con algunas de ellas que me han dejado impresionado. La última, por ejemplo, nos dijo que su hijo estaba en casa sin ir al instituto pero que no pensaba decirle nada porque peligraba su integridad física. De hecho tenía una denuncia interpuesta por malos tratos. Su cara era, más que un poema, una elegía. En la clase de su hijo hay otro compañero, amigo suyo, que tiene que residir en un hogar de Diputación por una orden de alejamiento. Me puedo imaginar, aunque nunca intentaré justificarlo, qué cosas le tendrían que pasar a un chaval para que llegue a pegar a una madre, porque he convivido durante tiempo con adolescentes problemáticos y he visto sus procesos de deterioro. Pero lo que no me podré imaginar nunca es cómo se pueden sentir estas madres o tantas otras que en situaciones similares no han tenido el valor de denunciar a sus hijos.
Hace un mes pasó por nuestro despacho, en una de tantas citaciones por absentismo, una madre que tiritaba de miedo ante las miradas fulgurantes que le echaba su hija. Nos miraba como pidiendo auxilio sin atreverse a hablar. Era como si nos dijera con los ojos no la riñan mucho que se enfada y luego lo pago yo. En otro caso la chavala miraba con auténtico desprecio a su madre y nos daba la impresión de que se sentía avergonzada de ella. Al terminar la entrevista el concejal me comentó que la madre era la persona más sensata que había pasado por el despacho y que no podía entender la actitud de la hija. Según nos informó la trabajadora social, era una mujer sufrida, trabajadora y responsable y estaba sacando la familia adelante ella sola. Claro no era nada agraciada en su aspecto físico ni en su vestimenta...
Otro capítulo aparte son las madres sudamericanas que han ido llegando en masa de unos años a esta parte. Vienen solas a trabajar y cuando comienzan a situarse se traen a todos los hijos y familiares que pueden. Estos han tenido que crecer sin ellas y cuando se encuentran de nuevo no se reconocen. A veces se encuentran con que, además de vivir en otro mundo distinto al suyo, su madre ha emprendido una nueva relación y puede que hasta tenga hijos con otro hombre. Ellas quieren lo mejor para sus hijos y hacen lo que sea porque vayan bien vestidos, tengan de todo y les dan todos los caprichos que se pueden pagar y alguno más. He podido ser testigo de cómo muchos de estos hijos chulean a sus madres y les pasan por encima sin ningún miramiento. En un momento dado tuvimos que hacer callar un mocoso, que levantaba un metro escaso del suelo, que delante de nosotros mandó callar a su madre con insultos. Otra madre tuvo que venir acompañada de una educadora porque no se atrevía a acudir sola con su hijo a la entrevista a la que le habíamos citado. Nunca me olvidaré de aquel colombiano que, hace años, después de haber aguantado todo un chorreo en la entrevista sin pestañear mientras su madre estaba hecha un mar de lágrimas por el trago que estaba pasando, salió del despacho dándole besitos, abrazándola con el brazo por encima del hombro y pidiéndole dinero. A día de hoy ha pasado ya por un centro de reforma.
Este post quiere ser un homenaje a estas otras madres que no han sabido o no han podido ser felices con su maternidad, aunque no quieran reconocerlo. Ninguno de sus errores ni de sus limitaciones son motivo suficiente para que tengan que pasar por semejantes calvarios. Lo que he descrito aquí son casos reales de esos que se sufren en silencio dentro del anonimato porque la mayor parte de ellas intentan disimularlos, aunque en algunos momentos queden un poco al descubierto. Nunca olvidaré los rostros de estas pocas que me ha tocado conocer por culpa de sus hijos. Sé que hay otras muchas como ellas y que, por más que sus historias me hayan llegado muy adentro, me queda una terrible sensación de impotencia. Es posible que les podamos ayudar en algunos casos aportando recursos y mejorando su situación, pero nunca podremos llegar a curar ese desgarro con el que tendrán que vivir siempre en lo más profundo de sus entrañas.
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