miércoles, 19 de junio de 2013

Esos trenes que no vuelven a pasar...

Hacía mucho que no la veía. Me crucé con ella hace unos días y aún me conocía, porque fue ella la que me saludó primero. No sé en que número de recaída está o si anda en período de recuperación, pero con su cara desfigurada, marcada por las aristas de los huesos y con su extrema delgadez, da siempre la impresión de cadáver ambulante, como la inmensa mayoría de los yonkis aviejados. Intentó esbozar una sonrisa, que se quedó en mueca dejando entrever unos dientes deteriorados, con la que me envió su saludo. Le devolví el saludo con la mejor sonrisa que pude y me fijé en su acompañante de siempre, que tiene la costumbre de ir dos pasos más atrás que ella y hace como que la escucha. Tampoco él tenía tan mala pinta como otros días.

Nina -este no es su nombre, claro- tenía apenas 16 años cuando la conocí. Vivía en un barrio deteriorado de Barakaldo, aunque ahora está bastante mejorado. Su padre era el típico currela de Altos Hornos que se tuvo que prejubilar cuando le dieron el cerrojazo a la empresa. Era de las que andaba a su aire y traía a la familia de coronilla porque no tenían manera de controlarla. Era la época en que aún se tonteaba con la droga dura porque no se había percibido sus consecuencias. Estábamos poniendo en marcha un trabajo para jóvenes parados y con un pie en la marginalidad en colaboración con los Traperos de Emaús y nos habíamos propuesto incluír a chicas en el proyecto. A través de las amistades que me fui haciendo entre la basca durante mis paseos nocturnos por la zona y por los conocidos de mis conocidos del hogar en el que trabajaba, me encontré con su amiga inseparable, que por aquel entonces hacía correr ríos de tostesterona entre la chusma de la zona pero que fue de las primeras que no sobrevivió al sida. Me hice el encontradizo varias veces con ellas y les oferté la posibilidad de tener un trabajo para comenzar a abrirse paso en la vida. Con Nina pude hablar más veces, aunque nunca me dijo ni que no ni que sí, pero su amiga ni siquiera me escuchó. En aquel entonces andaban tonteando con unos gitanos de Sestao que las chulearon todo lo habido y por haber. Lógicamente su decisión final cayó del lado más fácil, la complicidad con su amiga y la zalamería de los gitanos junto con la droga que pasaban, y nosotros contratamos a otras chavalas.

Un día, después de diez años o así, acompañando a la escuela a uno de los tutorados del hogar, me encontré en el patio con la madre de Nina que andaba peleando con un crío y me terminó de contar la historia. Estaba totalmente desesperada porque ya no sabían qué hacer con el chaval. Nina lo había abandonado y los abuelos de la criatura no habían permitido que intervinieran los servicios sociales y lo estaban criando como a un hijo. Siempre llega un momento en el que los críos se vuelven insoportables para los abuelos que hacen de padres. Por otra parte, ella había estado al borde de la muerte pero cuando la iban a ayudar desaparecía de nuevo. Con el tiempo he mantenido algo de relación con familiares suyos y he seguido de cerca la evolución de su hijo, que ha resultado ser un chavalote formal y bien plantado con iniciativa para buscarse currelos en estos tiempos de sequía laboral. Sé que Nina ha estado yendo de programa en programa con temporadas de mejora y con las típicas recaídas, y ahí anda dando tumbos por la calle y por los parques en los que se juntan los colegas.

Más de una vez me ha venido a la cabeza el pensar qué distinta hubiera sido su vida y su historia si hubiese venido con nosotros a un trabajo adaptado a su situación, pero se le escapó el tren. Otros y otras sí aprovecharon la ocasión, aunque no todos supieran o pudieran aprovecharla. Algunos tienen hoy su propia familia, otros han mantenido una vida más o menos normalizada lejos de la marginalidad y nunca faltan los que se fueron quedando por el camino, porque se tiraron en marcha o porque luego perdieron el norte. Aquel trabajo no era, ni pretendía ser, la panacea que iba a resolverles la vida. Era un tren que les permitía salir del barro en el que estaban metidos y les llevaba a otras estaciones por las que pasaban otros trenes de más larga distancia. A la vez ya se habían preparado para no perder más trenes y para saber distinguir los que más les convenía. Es terrible ver que hay decisiones en estas vidas que marcan un antes y un después y que imposibilitan la vuelta atrás para poder retomar el camino correcto en aquel punto. La impotencia que siento al contemplar los resultados de estos errores me sigue punzando en lo más íntimo de mis entrañas, y aún no me la he quitado de encima.