domingo, 13 de noviembre de 2022

Un país para viejos

 


Cada día se me acrecienta más y más la sensación de que vivimos en una sociedad de personas mayores, que, a marchas forzadas, se está adecuando preferentemente para dar solución a las demandas de vida que este colectivo, amplio y variopinto, necesita. Es ya algo de lo más habitual entre conocidos o familiares que llevan tiempo sin verse la pregunta del millón: "cuánto te queda para jubilarte". En realidad estamos dibujando una pirámide invertida en el tema de población. Cada vez aumenta el número de personas mayores de sesentaicinco años y los nacimientos están alarmantemente a la baja. Es sintomático el dato de que hay municipios donde es mayor el número de perros que el de niños. Y si este descenso no llega a ser más grave, es gracias a las familias inmigrantes, porque ellas traen prole y siguen procreando cuando se asientan aquí. 


El colectivo de jubilados y pensionistas somos, a la vez, un nicho de empleo sobre todo para las mujeres inmigrantes. Ejercen de asistentes domésticas y de cuidadoras de personas enfermas, impedidas o en la última fase de la vida, cuando necesitan atención continua y la familia no da para cubrir el cuidado que precisan -o le echan mucho morro y se lavan las manos-. A pesar de la absurda y trasnochada ley de extranjería, hay un número cada vez mayor de inmigrantes que trabajan con contrato y cotizando o como autónomos, lo que es un dato positivo para garantizar el cobro de las pensiones. Mira por dónde va a resultar que somos los más beneficiados por la inmigración, aunque aún haya sentimientos xenófobos en algunos sectores de la población o partidos que los quieren echar a patadas.


En esta sociedad volcada con los mayores han surgido como setas infinidad de iniciativas sociales, culturales y deportivas para mantener activa a la población de mayores, con iniciativas de diversas instituciones públicas, religiosas y privadas. Se les ofrece un paleta variada de voluntariado para que pongan al servicio de la sociedad los valores, la experiencia laboral o cultural acumulada en su vida activa o la colaboración para cubrir espacios donde lo público no llega. Aun quedan también, gracias a Dios, los sindicalistas incombustibles que siguen peleando por unas pensiones dignas para todos o asociaciones para la dignidad de las residencias y otras tantas reivindicaciones. 


Es abrumadora la cantidad de iniciativas puestas en marcha por ayuntamientos, Osakidetza, centros de mayores... para juntarse y caminar a todos los niveles, desde pasear por los parques hasta hacer monte. A estas hay que añadir la proliferación de clases de yoga, pilates, taychi o las ofertas para gimnasios. También hay una oferta amplia de talleres artísticos, de conferencias de todo tipo, de conciertos y de diversas iniciativas culturales. A parte de la importancia económica y social que está cobrando todo el tema del turismo social del Imserso, cada vez se ofertan más viajes para mayores desde las empresas turísticas. Por otra parte, parece que se quiera incentivar el compaginar algún trabajo con la pensión, ofreciendo algunas mejoras. El caso es que, lo que pretenden desde todos los ángulos de la sociedad, consiste en tenernos activos física, cultural, social y mentalmente. Es lo que se llama una vida saludable, digna y gratificante. 


A pesar de todas estas movidas aún queda una generación que no ha sabido salir de un concepto pasivo del disfrute de la jubilación. La mayoría de ellos son personas, sobre todo varones, que vinieron de una ambiente rural a buscar trabajo, vivieron por y para trabajar; dejaron de trabajar y ya está: sentadita en el parque con un mínimo paseo, unos vinos y a comer, siesta, partida y sofá con tele si hace mal tiempo. A ver quién les saca de ahí, porque cuando pueden ir a sus pueblos de procedencia no deben cambiar en nada su régimen de vida. Así que luego todas las dolencias se arreglan con una farmacia en casa. Este perfil suele coincidir con niveles bajos de cultura y, por si fuera  poco, con pensiones poco o nada dignas.


Aún así, por lo que estamos viendo, es muy frecuente que en la medida que el tiempo va dejando atrás inexorablemente  dígitos, aumenta la necesidad de sillas de ruedas, de atenciones especiales, de cajas de recetas, de cabezas perdidas... Y es que, mientras lo vemos desde ahora, es fácil decir yo no quiero llegar ahí, pero ninguno está libre del instinto de agarrarse a la vida a toda costa. Yo tengo hecho el testamento de las voluntades anticipadas y María también lo está haciendo. Han surgido iniciativas en algunos municipios, a parte del protocolo de Osakidetza, para animar a los mayores y para facilitar su tramitación. Me parece interesante intentar librar a  la familia del calvario de no poder hacer su vida a costa de tener que cuidarnos, máxime cuando se ha perdido la cabeza del todo y ya ni siquiera se les conoce.

Personalmente suelo decir que no puedo quejarme. Estoy bien de salud y sigo activo en todas las facetas de la vida, al igual que María. Eso sí, el espejo no engaña y poco a poco nos va costando reconocernos como los demás nos ven y no como la imagen que guardamos de nosotros mismos. Sin embargo, tengo unos sentimientos divididos. Algo me incomoda por dentro al contemplar esta sociedad de mayores y para mayores. He pasado la mayor parte de mi vida dedicándome a los adolescentes y a los jóvenes y echo de menos una presencia mayor tanto de ellos como de niños. Para remate, cada vez se escucha desde diversas instancias que las próximas generaciones van a tener unas condiciones de vida inferiores a las nuestras. No me gustaría tener que terminar mis días en una sociedad triste, envuelta en desgracias e injusticias, viendo impotente que ni siquiera los pocos  que vienen detrás van a tener buenas perspectivas para su futuro. Pero, nos guste o no, nos ha tocado vivir la última fase de la vida en un país para viejos y no queda otra. Así que al mal tiempo, buena cara.