viernes, 20 de febrero de 2015

Don Carnaval y Doña Cuaresma... un buen matrimonio

El miércoles pasado, al igual que el año anterior, asistí a la celebración del miércoles de ceniza. Como ya dejé escrito en la entrada del curso pasado y en la del 2009, no soy muy de carnavales y siempre me ha llamado la atención que el personal solo celebre el carnaval y nunca la cuaresma, cuando el carnaval tenía sentido porque detrás venía la cuaresma. O esa, que son las dos caras de una misma moneda, pero ya sabemos que los humanos tendemos a quedarnos solamente con los aspectos de la vida que nos resultan agradables y obviamos los que nos resultan molestos, difíciles o duros. Sin embargo la vida está compuesta por la mezcla de esos dos tipos de situaciones, la cara y la cruz de esa moneda. Por más que no queramos ver alguna de ellas, no va a desaparecer, como cuando jugamos con los niños a que se tapan los ojos y ya no están. 

Por una parte, suena a cachondeo decir que la cuaresma es la época de la penitencia, del ayuno y de la abstinencia, cuando el 90% de la población acomodada del primer mundo se somete implacablemente a todo tipo de regímenes alimenticios -para estar en forma, para evitar enfermedades o para poder lucir el bikiny...-, mientras a su lado aumenta la desnutrición infantil, los bancos de alimentos y en el cono sur se disparan las muertes provocadas por las hambrunas. Vivimos desde el comienzo de la crisis en una penitencia permanente -y no por nuestros pecados- decretada por los gurús de la economía, de la que no sabemos cuándo ni cómo vamos a salir, pero aplicada, no a los creyentes, sino a los más desfavorecidos en recursos sin distinción de raza o de credo. Yo creo que el mejor ayuno que se puede dar en las condiciones actuales de vida, es tomar la decisión de prescindir de lo prescindible para que los que menos tienen no se queden privados de lo imprescindible. A sabiendas, claro está, de que esos gestos, aunque imprescindibles y significativos, no son suficientes para conseguir llegar a la pascua de la justicia y de la igualdad de oportunidades, que es de lo que se trata.

Por otra parte, está bien que haya momentos y experiencias que ayuden a echar fuera los malos humores, las frustraciones, los desengaños, la rabia, la impotencia... Pueden suponer una buena catarsis para desahogarnos y sentirnos un poco más libres de estas sensaciones cotidianas, personales y sociales, que pueden llegar a acogotarnos. Pero una vez que se dejan los excesos, las máscaras y los disfraces externos, conviene entregarse al sano ejercicio de irnos desprendiendo de las máscaras y de las apariencias internas, con las que nos camuflamos en nuestra vida ante los demás, y lo que es más peligroso, ante nosotros mismos. Este gimnasio de sinceridad nos permitirá poder mirarnos a la cara, sin afeites ni maquillajes, y contemplar nuestras propias miserias y limitaciones, sin complejos ni problemas de autoestima, para hacerlos frente y poder sentirnos liberados de ellas. Lo dicho, el carnaval sin la cuaresma puede ser como una de esas borracheras que en vez de aliviar las penas acaba empeorándolas y la cuaresma sin la alegría de la vida resultará una práctica masoquista más que religiosa, aunque la historia nos la haya transmitido así.