Así llamaron al parque que han hecho delante de nuestra casa. Un parque muy moderno con fuentes, bancos con figuras de todo tipo y juegos infantiles. Como un buen parque que se precie, ve pasar por su piel todo tipo de colectivos, desde los niños a la hora de la merienda hasta los tipos más siniestros a horas intempestivas. Es curioso, y lógico al fin y al cabo, que, dependiendo de las horas y de la climatología del momento, el paisaje y el paisanaje sean totalmente distintos. Además de las horas de juego, mientras las madres y abuelas charlan y persiguen a los infantes con la merienda en la mano, en los días que el calor aprieta el griterío infantil se desplaza a la zona de las fuentes. Está también la hora de los jubilados que reposan sus paseos sobre todo cuando da el sol y, en los momentos de salida de la residencia cercana, el parque se puebla de sillas de ruedas. No podían faltar los obligados encuentros de los dueños de perros, cuando les llega la hora fatídica a los animalitos y sacan a pasear a sus dueños, que, de paso, hacen tertulia mientras sus mascotas olfatisquean, se arremolinan y... eso.
En medio de este ir y venir yo, será por debilidad profesional, detecto enseguida la presencia de las que suelen llamar tribus urbanas. No las diferencio por su indumentaria o estética, que algunos la tienen, sino por su procedencia y por un interés común que les une, aunque no coincidan a las mismas horas o en los mismos días. Se trata del comercio de lo que no se puede comerciar en los comercios legales y para celebrarlo el fumarse los primeros resultados de la compra. Tiempo atrás me solía encontrar, ironías de la suerte, con los grupitos de absentistas que figuraban de nuestros registros organizando sus escaramuzas. Algunos de ellos que me conocían me saludaban sin cortarse un pelo y, de paso, yo aprovechaba para ir conociendo al resto. Pasó esa generación y me fui encontrando con alumnos y exalumnos del CIP. Poco a poco se fueron formando las cuadrillas de sudamericanos con pinta de arrastrar los huevos al andar y de no dar un palo al agua, pero sí a la birra, mientras sus mamás les visten como pinceles. Ellas con sus habituales atuendos y ademanes hacían correr la totesterona hasta por las farolas. Ultimamente alguna pareja de los habituales ha aparecido con bebé.

Desde hace poco he detectado otros dos colectivos algo más siniestros que los arriba descritos. El primero se trata de tres parejitas como de veiteañeros aparentemente tranquilas que pasan un rato en el parque departiendo amablemente entre ellos. Da la casualidad de que a tres los conozco desde que estaban en el instituto dando guerra y haciendo negocios poco recomendables. Alguno de ellos luego ni siquiera aguantó en el CIP. Una de las chicas, que en el CIP iba muy bien, una vez que se lio con su actual novio ... Ahí donde se les ve, se están repartiendo el trabajo y el negocio. Los últimos que me han llamado la atención han sido unos mozalbetes rumanos que marmajean bajito en su idioma -como si les entendiéramos- y reparten de reojo miradas torvas a todo lo que se mueve alrededor como quien desconfía hasta de su propia sombra. Aparecen cada dos o tres días y los sábados por la tarde. A saber qué se traen entre manos, además del costo. En fin por si fuera poco todo lo descrito, aparecen de cuando en vez ruidosas bandadas de chiquillería que celebran vaya usted a saber qué sembrando el cesped de cajas y restos de pizzas, llenando las fuentes de botellas de plástico y dejando a su paso todo hecho un asco entre pintadas, papeleras arrancadas, farolas rotas y otros restos innombrables.
Así es el parque con el que convivo, como la vida misma de este pueblo. Entre las plantas y los árboles bien cuidados están empezando a germinar nuevos brotes de zarzas que ahora pueden ser imperceptibles, pero que se harán notar cuando ya sea muy difícil controlarlos. Y es que en este pueblo nuestro los problemas de fracasos, de desestructuraciones o de marginalidad están envueltos en la normalidad del día a día. Les separa de la mayoría un ligera pátina que no se percibe a primera vista pero que es impenetrable y muy difícil de romper. Por eso, cada día que paso por él no puedo evitar el escrutar a esas tribus y me siento más impotente que nunca, porque soy consciente de que ya me queda menos por hacer. Solo me resta, como he dicho en otras ocasiones, la función del notario, levantar acta de lo que veo e intuyo detrás, o la del profeta, advirtiendo de lo que puede venir encima, aunque sospeche que lo suyo va a ser predicar en el desierto.