lunes, 18 de octubre de 2021

A vuelta con los botellones


Antes se entendía por botellón a la cuadrilla de amigos que se juntan para echar unos tragos en determinados lugares apropiados para el gusto de cada cual, con bebidas compradas, mezcladas y compartidas a morro. Al finalizar se deja el lugar hecho un muladar con los restos, las botellas e, incluso, alguna que otra vomitona. Cada vez empiezan a formar botellones más menores y, claro, necesitan algún mayor que compre la mercancía. Últimamente se han convertido en una herramienta de contestación a las restricciones impuestas por motivos de salud pública y de control de la pandemia. Algunos decían que como se cerraban discotecas, bares y locales de ocio nocturno había que hacer algo porque la diversión es una necesidad como otra cualquiera. Lógicamente las autoridades podían controlar este tipo de botellones con cierta facilidad, si es que se lo proponían. 


Sin embargo, se ha ido formando una bola de nieve de tamaño insospechado, contando con los medios más a mano de la gente joven: las redes sociales. Se convocan botellones multitudinarios en los que se mezcla la contestación social o política, la diversión de hacer algo prohibido protegidos por la masa o la oportunidad de hacer de todo sin ser identificado. En ellos se saltan todas las reglas de seguridad porque qué se han creído los que mandan, que nos asusta un bichito de mierda. Y así en poco tiempo se fueron dando botellones de más de mil personas en plan desenfrenado. A partir de ahí las diversas policías lo van teniendo cada día más difícil para disolver e identificar a los transgresores. Lo que no se esperaban los sufridos agentes era que se iba a instaurar una nueva diversión: atacarles y tirarles de todo. 
Nos queda por ver si esta moda ha venido para quedarse o se va a pasar una vez que se normalicen las restricciones y se vaya perdiendo de vista la pandemia. 


En esta ocasión insisto en la teoría que manifesté en una de mis últimas entradas. Estos hechos son una expresión más de la educación recibida en las familias, encubada en un ambiente social proclive a no poner límites a los deseos o caprichos de los menores. Así que a estas alturas del siglo XXI ya hay programas para atender a menores y a familias que están envueltas en casos de violencia parental. Dado el volumen de las demandas de atención por parte de padres y madres víctimas de las agresiones de hijos e hijas, es de suponer que los casos reales, que no salen a la luz por vergüenza o por miedo a mayores represalias, tienen que ser mucho más numerosos. En lo que estamos contemplando ahora, entre atónitos y cabreados, se puede ver la expresión de esa misma violencia vertida a la autoridad, en vez de a los padres, que se ha atrevido a no permitirles saltarse las más elementales normas de convivencia social, porque les gusta divertirse de esa manera y punto. El colmo de la desvergüenza ha sido contemplar manifestaciones de esos mismos jóvenes protestando contra la violencia policial. Manda huevos.

Me he pasado una vida trabajando con jóvenes de todo tipo, desde los estudiosos y voluntarios hasta los drogadictos, los delincuentes de poca monta o los víctimas de familias desestructuradas o sin recursos. Ahora estoy en contacto con jóvenes inmigrantes, extutelados por la Diputación después de haber llegado a la mayoría de edad. Sinceramente he de confesar que este tipo de jóvenes que están pululando en nuestra sociedad, me están produciendo una creciente sensación de rechazo, algo inédito en mi trayectoria educativa. Sin embargo, ese rechazo, además de no tranquilizarme, me está produciendo una inquietud muy desagradable, porque veo que son un caldo de cultivo ideal para políticas totalitarias y de ultraderecha y se pueden convertir en una ola que nos lleve por delante a todos los que nos hemos implicado por conseguir una sociedad basada en los valores humanos y sociales.

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