domingo, 7 de noviembre de 2010

A SU SANTIDAD, con todos mis respetos


Santo Padre:

Le escribo la presente para manifestarle, con todos mis respetos y con toda mi sinceridad, la indignación y el desconcierto que me han producido, no su presencia en España que me tiene sin cuidado, sino el conjunto de declaraciones con que nos ha regalado su Santidad. Quiero comenzar manifestándole mi más sincero rechazo hacia su persona porque no puedo conceder crédito alguno a alguien como usted que pretende dar lecciones de libertad y de teología mientras sigue silenciando y destituyendo a un buen número de teólogos por el simple hecho de no compartir su pensamiento o de querer tapar sus investigaciones. No obstante, no me resisto a presentarle mis humildes consideraciones ya que, si no lo hago, reviento.



Comienzo por el mensaje que yo considero que está en el fondo de lo que nos ha querido transmitir en su discurso. Nos ha dejado caer, como un reto ineludible, que se necesita reevangelizar España, pero no he conseguido aclarar, a través de sus sermones, lo que ese verbo significa en realidad. Ha hablado de cuestiones morales y de orden social pero no nos ha dicho ni una palabra del Evangelio, ni nos ha dejado entrever ningún atisbo de la vivencia personal de fe que se le puede suponer a un lider espiritual de su talla. Deduzco, según lo escuchado, que evangelizar viene a ser para usted equivalente a aceptar la doctrina que su santidad dicta como pensamiento único en la Iglesia y, por consiguiente, enfocada a conseguir unos fieles que solamente canten amén y luego comulguen devotamente. El panorama que nos ha presentado con sus palabras y su boato da a entender que lo que pretende, más que evangelizar, es restaurar el sistema eclesial de cristiandad que, casualmente, predominó en la época del glorioso caudillo y que es totalmente preconciliar. Claro que su santidad se ha encargado de reconducir los errores del Vaticano II que para eso está más iluminado y asistido por el Espíritu que todos aquellos padres conciliares y sus respectivos asesores, entre los que se encontró usted sorprendentemente.



Pero el colmo de mi desconcierto ha llegado cuando ha afirmado lo del anticlericalismo rabioso similar al de los años 30 en la pasada república. Santo padre, no dudo que usted sea un pozo de sabiduría, pero no le considero un especilista en la historia de España, por lo que deduzco que esa descripción se la ha dictado alguien interesado en sacar viejos trapos sucios a relucir y reabrir antiguas heridas. No me explico cómo alguien tan inteligente como su santidad se haya metido en tamaño jardín. Comparar la situación actual con lo sucedido entonces no solamente es un error garrafal, sino que es un insulto y una falta de respeto para con la sociedad española en general y un ataque solapado a sus representantes legítimos actuales, dando alas a los sectores que aún no han digerido la desaparición de la dictadura. De todos modos, podría haberles preguntado su santidad a sus mentores cuál podría ser la razón que ha provocado ese supuesto anticlericalismo, cosa que no le habrán explicado , dado que probablemente ellos mismos aparecerían como los principales causantes. La pregunta, santo padre, es qué ha hecho la jerarquía española para grangearse esa animadversión de la sociedad y qué no ha hecho para que se esté quedando sin fieles a marchas forzadas.



La sociedad española respeta y admira a tantas religiosas que se han entregado sin reservas a defender y socorrer a los más necesitados y desechados de la sociedad. También gozan de su respeto la multitud de sacerdotes y religiosos que son capaces de seguir dando testimonio en los lugares más peligrosos aún a riesgo de sus vidas. Ni qué decir tiene que la presencia de muchos cristianos voluntarios en asociaciones y organizaciones, religosas o laicas, en lucha contra la pobreza y sus consecuencias, es el principal activo del testimonio evangélico en nuestro país. Nadie está asaltando conventos aquí, ni quemando templos, ni expulsando obispos, ni perseguiendo sacerdotes, a parte de los pederastas. Pero la sociedad en general, y gran parte de cristianos en particular, está harta, sí santo padre muy harta, de que los mitrados quieran seguir imponiendo su ley en la vida pública a golpe de doctrinas y de imperativos morales y de que se resistan a perder las cotas de poder de las que han estado disfrutando hasta ahora, sin contar con las prevendas económicas que los tales gobernantes anticlericales les siguen suministrando. Quizás sí se podría hablar de un antijerarquicismo, ya que gran parte del episcopado que nos han estado imponiendo desde Roma está desprestigiando a la iglesia española ante la sociedad y nos está poniendo muy difícil a muchos cristianos el seguir considerándonos partícipes de la misma.



Santo padre, no puedo entender tampoco cómo vuelve una y otra vez a señalar el laicismo como un problema para los creyentes. Es probable que desde su cumbre no se llegue a percibir claramente la situación de los ciudadanos de a pie. El laicismo es el ámbito en el que nos está tocando desarrollar nuestra vida en este universo globalizado y, por tanto, también nuestra fe con las mismas dificultades que tuvieron los creyentes de otras épocas en medio de sus respectivas circustancias. En vez de volver la vista a atrás y seguir reclamando lo que ya pasó, sería más interesante que su santidad se preocupase en impulsar y en abrir horizontes para descubrir nuevos modos de vivir y explicitar la fe para que ésta sea creíble ante el hombre del siglo XXI. Esto no se va a conseguir echando profesores o investigadores, silenciando prelados que puedan cuestionar lo ya establecido, deshaciéndose de religiosos que plantean nuevos modos de vida, ni repitiendo "oportune et importune" o imponiendo doctrinas basadas en otros contextos históricos y culturales como si los creyentes no pudiesemos caminar de la mano con la historia y con los avances científicos, como el resto de los mortales.





En fin Santo Padre, no sé si el Jesús en el que yo creo y del que he hecho el norte de mi vida tiene algo que ver con el que su santidad dice representar en la tierra. Pero yo no soy quién para juzgarle ni para anatematizarle, aunque usted sí se crea facultado para hacermelo a mí y a muchos otros que opinan más o menos lo mismo que yo. Por todo ello, santidad, no dude que le tengo y le tendré presente en mis oraciones para que algún día se deje sorprender por el espíritu del Jesús del Evangelio que, aunque oculto, está vivito y coleando entre los hombres y mujeres de hoy y detrás de tantos movimientos que se empeñan en mantener viva la creación. Porque, si así fuera, otro gallo cantaría para la Iglesia universal y española en particular.