sábado, 20 de julio de 2013

Cristianismo versus cristiandad

Creíamos ingenuamente que después del Vaticano II, con la importancia que éste dio al laicado, con el florecimiento de las comunidades de base... se había dado carpetazo a la cristiandad, inaugurada por los últimos emperadores romanos que identificaron cristianismo con el imperio y mantenida hasta entonces a golpe de autoritarismo moral y dogmático. Nada más lejos de la realidad, dado que los que votaron en contra de los documentos conciliares fueron los que se quedaron encargados de ponerlos en práctica. Ni la curia romana, ni gran parte de la jerarquía estaban por la labor de asumir las últimas consecuencias del Vaticano II. A todo esta rémora se sumó larga travesía del pontificado de Juan Pablo II que se erigió en líder indiscutible y centralizador, consolidando una estructura totalmente vertical y jerarquizada de la iglesia. El remate nos vino de la mano de Benedicto XVI, el gran inquisidor de las últimas décadas, que quiso imponer su visión teológica y eclesial. Su retirada ha dejado bien a las claras, además de su honradez personal, el fracaso de sus ideas y de la concepción verticalista y jerarquizada de la iglesia, por todos los escándalos que manchan a la curia y al clero y por el alejamiento de muchos creyentes.

En lo que nos toca más de cerca, el largo pontificado de Juan Pablo II ha consolidado en España un bloque episcopal de marcado signo restauracionista, esto es, retrógrado y autoritario, al que solo le faltaría incoar la beatificación del Caudillo. Ya pasaron a la historia los obispos que propiciaron los pequeños concilios diocesanos, los movimiento laicos y obreristas, el fomento de las comunidades parroquiales... Hoy en día la jerarquía española se quiere erigir en la autoridad moral del país imponiendo sus doctrinas. No contentos con ello se han convertido en el principal grupo de presión ante los gobiernos, favoreciendo a  los más derechosos, con el principal objetivo de conservar y acrecentar sus privilegios. Han convocado numerosas y multitudinarias manifestaciones -incluidas las visitas papales- que, bajo un formato religioso, eran torpedos a la línea de flotación de los gobiernos socialistas. Por otra parte, a gran parte de ellos les encanta sentirse  televisivos y, pagados de sí mismos, fomentan una liturgia de boato en donde los fieles solamente sirven para hacer número y decir amén, porque lo último que harían sería escucharles. Lo que más me indigna es que a toda esa tropa de jerarcas se les identifique como la iglesia. Entonces los que estamos al pie del cañón compartiendo con otros creyentes nuestra fe, nuestra vida y nuestro compromiso por los últimos de este mundo, qué somos si no tenemos nada que ver con ellos. 

De repente aparece Francisco, como sustituto del dimisionario, que comienza dando una serie de signos que, más allá de lo pintoresco que puedan resultar por lo chocante, me parecen importantes. Los medios y las redes sociales se fijan en los zapatos, en que no lleva ropajes fastuosos, en que se mezcla entre los fieles, en que dice cosas que todos entienden, en que besa los pies de chavales de reformatorio... y en otro tipo de medidas de más calado, como la intervención de la banca vaticana. Todos estos detalles tiene un trasfondo importante, pero yo quiero subrayar aquí otros. Empezó su pontificado pidiendo la oración y la bendición de los fieles y desde el principio se ha autodenominado obispo de Roma y no papa. Podría parecer que lo primero se queda en el típico
gesto de simpatía para caer bien a la gente, pero supone, al menos para mí, un primer paso para devolver a los fieles su protagonismo en la vida eclesial. Así mismo, se trasluce en esa forma de comenzar su pontificado que entiende que todos compartimos el mismo Espíritu, sin que un puesto jerárquico suponga recibir .una mayor parcela del mismo. Pero su pontificado no pretende ser de un papa emperador con corte palaciega, sino un pastor obispo de Roma, "primus inter pares", no por ser el que tiene el poder sino el que asume la responsabilidad de mantener la unidad y alentar la fe de las comunidades cristianas.

Estas nuevas dimensiones que se abren a partir de estos pequeños gestos apuntan posibilidades de editar una iglesia que responda a los nuevos paradigmas de la era global. Una iglesia de comunidades creyentes que sean la interpretación  viva del mensaje de Jesús en esta nueva era de la información y de la globalización, más allá de convertirse en un museo que conserva impolutos dogmas, preceptos morales, liturgias estáticas, jurisprudencias canónicas... a los que no se puede tocar y con los que se pretende seguir rigiendo la iglesia e, incluso, las sociedades bautizadas como cristianas, a pesar de declararse laicas. Para ello se va a necesitar, más tarde o más temprano, un potente motor de arranque, esto es, un nuevo concilio ecuménico que ponga las primeras piedras de ese camino que preveo largo y arduo. Un concilio que no podrá ser ya Vaticano sino que tendría que ser descentralizado y descentralizador desde su raíz y en el cono sur, a ser posible.