sábado, 12 de junio de 2010

¡Qué pena!



Ayer decidí coger el bus para bajar a Lutxana, obligado por la lluvia y por el despiste de haberme olvidado el paraguas. Me encontré en la parada con T, una chica que tuvimos en mi primera etapa de educador en el hogar municipal, que iba a coger el mismo bus que yo. Comentamos algo sobre su hija a la que me había encontrado un día en el Ayuntamiento cuando los de su clase hacían la visita del programa Ezagutu Barakaldo. Como era costumbre suya, no callaba e iba pasando de un tema a otro, tratando sobre todo aquellos que sabe que quieres escuchar. Siempre fue una artista en esa especialidad. De pronto se puso a explicarme las últimas horas de vida de su madre R con la misma naturalidad con que podría haberme contado los recados que había hecho a lo largo de la mañana. Me quedé de piedra porque resulta que aquello fue en octubre pasado y yo no me había enterado. Parece ser que en el funeral estuvieron ella, otro hermano y la asistente social. Me quedó la impresión de que ni siquiera el menor, que vive fuera, había estado.



No me he podido quitar de la cabeza en todo el día la imagen de R, cuando me la encontré por última vez hará dos años. Ya habían pasado quince minutos de las tres, se me había hecho tarde en el trabajo. Crucé de prisa la Herriko Plaza azuzado por el agujero negro que a esas horas se forma en el estómago.
- Adiós, abuelo. Ya no saludas.
Esa voz temblona me resultaba familiar. Hacía ya más de veinte años que no me llamaban por ese mote, luego tenía que ser alguien relacionado con el hogar de acogida donde me estrené como educador social. Me lo habían puesto los críos porque era el mayor en edad del equipo y llevaba barba. Me paré al comprobar que era R. la madre de los D, dos chicas y dos chicos que pasaron en años consecutivos por el hogar municipal.



Como siempre, R seguía aparentando más años de los que tiene en realidad, tanto por su pelo desaliñado y por su vestimenta raída como por las arrugas y las ojeras que la mala vida le había ido grabando en su cara. Al acercarme para saludarla se me coló directo al estómago, como una chispa, ese olor ácido que desprende la ropa impregnada de sudor mezclado con una bocanada de aliento de garrafa. Tuve que tragar saliva y disimular el impacto recibido pero me sobrepuse y tuve el valor de estamparle dos besos.



La buena de R dio en casarse con un forajido que, después de hacerle cuatro hijos, la dejó viuda porque acabó sus días en un ajuste de cuentas por un tema de drogas. Se le vino el mundo encima y su mente no le dio para sacarlos adelante ella sola, así que los niños fueron desfilando por el hogar y ella vivió siempre dependiendo de los servicios sociales. Cuando se vio sola, siguió frecuentando las amistades de su difunto marido que, lejos de ayudarla, la hundieron más en el alcohol y se bebieron con ella las ayudas sociales que recibía.



Aquella aparición casi fantasmagórica, me dejó una tremenda desazón para el resto del camino hasta mi casa. Caminé más de prisa de lo habitual como pretendiendo arrancarme aquel latigazo ácido del olor de R que se había quedado clavado en mi pituitaria como una lapa. A través de ese breve encuentro con la madre de los D, acababa de recibir un patético certificado de fracaso: aquella ropa ajada, el temblor de las manos, el pelo grasiento, el titubeo al hablar, la mirada perdida, el aliento apestando a alcohol y medio abandonada por los hijos, aunque alguno de ellos ha estado buitreándola hasta el final. Claro que el problema de R era algo más que los años que le habían caído encima. Era aquel remolino sin control que se había tragado el cuidado de gente comprometida y los recursos públicos que recibió hasta el final. De todos modos, lo que más me ha dolido es no haberme podido despedir de ella.

martes, 8 de junio de 2010

Esto ya va en serio




Fue en la capilla de la Santa y Real Casa de la Misericordia de Bilbao, una audición rutinaria del repertorio de este curso pero se nota que ya va en serio. Suena el Concertino para flauta y piano de Cecille Chaminade, una pieza que Irene aprecia especialmente porque su autora tuvo que camuflar su condición femenina para poder presentarse a un concurso de composición que, por supuesto, ganó con esta joya musical.

A disfrutarla.


lunes, 7 de junio de 2010

Nunca se sabe

W es de esos chicos sudamericanos que se traen sus mamás después de haberlos dejado en su país tres o cuatro años mientras se sitúan aquí. Ella ya había conseguido regentar un pequeño bar de barrio y tenía una nueva pareja. Conocí a W cuando comenzó a dar absentismo. Recuerdo que el educador de su instituto estuvo encima de él pero no había manera de que acabara un semana completa. Al parecer su madre se iba pronto al bar y él no se levantaba porque no quedaba nadie en la casa que le arrastrara de la cama. Hablamos varias veces con la madre y ella nos aseguraba que le llamaba insistentemente por las mañanas y que no podía hacer más. Llegamos a firmar acuerdos y a revisarlos semanalmente pero todos los propósitos duraban un par de días. Cuando aplicamos el protocolo de absentismo se asustó un poquito y el propósito le durá apenas un mes. Claro que a su madre el tema de las denuncias la dejó a punto de infarto.




Los responsables del instituto le derivaron a un programa complementario a otro centro cuando cumplió 14 años porque ya no sabían qué hacer con él. Los días en que asistía a clase no se dignaba ni a sacar el bolígrafo. El nuevo centro le caía más cerca de su domicilio y, en un principio, parecía que se empezaba a normalizar su asistencia y su actitud, pero también resultó ser un fuego de artificio. Después de mil entrevistas, avisos y compromisos incumplidos acabó desescolarizado. Al parecer se lo llevaron otra vez a su país con la familia de su madre pero no lo aguantaron y lo mandaron de vuelta, o mejor, la abuela se vino con él. Intentaron que se fuera con su padre, a ver si a éste le hacía más caso, pero el susodicho lo tuvo algún tiempo en verano y lo remitió de inmediato. Así que al segundo curso del nuevo programa acabó desescolarizado y no dábamos con él ni yendo a buscarle a su casa. Antes se sabía que cuando no iba a clase se quedaba en casa durmiendo o viendo la tele, pero, llegados a este punto comenzamos a sorprenderle callejeando con ciertos cabecillas latinos de segunda fila.



A todo esto, aparece una nueva pareja de la madre por lo que ésta deja el bar y pasa temporadas fuera de casa siendo la abuela la responsable de cuidarle. No sabemos cómo y después de haber hablado con él y con su familia en varias ocasiones, aparece matriculado en el CIP. A poco de entrar ya nos enteramos de que andaba metido en asuntos poco legales y en ajustes de cuentas. De nuevo comienza a faltar y tras darle los avisos de rigor se le da de baja por extralimitarse en sus comportamientos y en su absentismo. Como es lógico, detrás de todo esto estaban sus "actividades extraescolares" que en menos de un año le llevaron a la fiscalía de menores y a estar internado en un centro de reforma. No hay cosa que más me fastidie que acertar como en estas ocasiones en que le dices al chaval dónde puede acabar y, en efecto, acaba allí o más abajo. Al curso siguiente se matriculó de nuevo en el CIP, pero esta vez por mandato del juez. Sus profesores se lo pusieron muy crudito y muy clarito. En cuanto hacía un intento de volver a las andadas se avisaba al seguimiento judicial, le caía la sanción correspondiente y una buena brasa de charlas. Pasado el primer trimestre hemos comenzado a ver otra persona en actitud, en responsabilidad y en participación, hasta forma parte de un comité de alumnos y, hoy es el día, en que le han encomendado presentaciones en las jornadas de puertas abiertas.



El tutor de W me ha enseñado una redacción ilegible por sus faltas, pero que vale un potosí, en la que el chaval confiesa su falta de cabeza por todo lo que ha hecho, más lo que ha dejado de hacer, y manifiesta que tiene muy claro por dónde tiene que ir en adelante. Si a esto añadimos que el tutor no se lo había pedido se puede imaginar uno que a éste no cabía en la camisa de gozo. Claro que a W le va a costar mucho recuperar todas sus carencias en conocimientos y ese agujero formativo le va a pasar más de una factura desagradable en la vida, pero al menos ha roto una trayectoria peligrosa y se ha concedido la posibilidad de buscarse un futuro. Esperemos que el próximo curso le ayude a madurar y no vuelva a las andadas cuando abandone el CIP. Yo también estoy contento y celebro en mi interior este cambio y todas las horas que supuestamente habíamos perdido por seguir tras él. Ahora W no me rehuye como antes cuando nos encontramos, me saluda y me cuenta lo que está haciendo.



Me tengo que sacar la espinita con un par de conclusiones. La primera es que eso de la reagrupación familiar en los inmigrantes es un invento perverso que hace polvo a la mayor parte de los menores que la padecen, sobrepasa a las familias y a los centros escolares y nos va a llenar las calles de adolescentes desmotivados y pandilleros. Al tiempo. La segunda es que me quedo con las ganas de pasar la susodicha redacción por las narices de todos aquellos tutores y profesores que se conformaron con dictaminar que con W no había nada que hacer. Entre ellos abundaban los que me miraban con cara de lástima por perder el tiempo en causas perdidas como ésta y no faltaron los que lo hacían con desdeño por molestarles con un tema así. Nunca hay que dar nada por perdido hasta que no lo esté de verdad y es muy difícil saber cuándo no quedan posibilidades. En este caso ha sido necesaria la intervención de muchos desde el primer educador, hasta el juez y los profesores del CIP, y es que cuando cada agente implicado hace su tarea bien se pueden esperar resultados positivos.