Este último domingo de vacaciones ha hecho una mañana de primavera radiante. María y yo hemos aprovechado para hacer un paseo costero, por aquello de terminar de cargar pilas ya que mañana vuelve a clase. Hemos dejado el coche en el fuerte de La Galea y hemos recorrido la costa bordeando los acantilados hasta Sopelana. A la vuelta hemos bajado a la playa de Azkorri por la carretera de acceso y, tras pasear al runrún de las olas, hemos retomado el camino de vuelta, subiendo por el sendero que trepa en el acantilado del fondo. Hemos vuelto por el camino cementado y casi había que pedir permiso para pasar. Ya eran cerca de la una y el personal ya se había echado a la calle.
No es mi costumbre pero me he fijado en un par de carteles de esos explicativos que se ponen en sitios interesantes y me he encontrado con dos informaciones que me han sorprendido. La primera se refería a los acantilados de Getxo, en cuyos pliegues se puede leer algo de la historia de la formación de la Tierra. Siempre me habían admirado pero resultan que son únicos para entender el período lecitense, del que yo no tenía noticia -ni sé si se escribe así- pero que debe ser muy importante para los entendidos del tema. Está bien tener presente que aquellos movimientos hicieron posible el que nosotros podamos vivir ahora aquí y admirar la majestuosidad de sus huellas.
Creo que el pasado sigue y seguirá pasándonos facturas por mal pagadas o por las chapuzas que hayamos intentado enterrar. Esas facturas pueden ser personales, y allá cada cual con su conciencia, pero otras no tienen que ver nada con lo que hemos hecho, porque nos ha tocado pagar justos por pecadores al recibir unas herencias envenenadas, como las que nos han dejado aquí. Justo es que evitemos, en lo que esté de nuestra mano, que las próximas generaciones hereden un país tan deteriorado como el que recibimos. Según estas dos informaciones, el pasado siempre queda marcado en la tierra. Espero que nuestras huellas no queden marcadas en plástico o en materiales así.