El Defensor del pueblo ha publicado un informe sobre los malos tratos en centros de reforma de menores. Contiene denuncias graves sobre algunas prácticas que hacen recordar al Santo Oficio. Pero dentro de su contenido uno, que pasó sus años en un hogar de acogida y conviviendo con chicos que luego acabaron encerrados, se sorprende al oír cuáles son algunos de los supuestos malos tratos. Quedaban catalogados como tales algunos recursos elementales de contención, pero mi extrañeza se convirtió en alarma cuando escuché que responsabilizar a los menores de los trabajos de limpieza y servicios domésticos también se consideraba mal trato.
Por el amor de Dios, las rutinas diarias, el orden doméstico, la responsabilidad de los propios actos... son herramientas muy válidas para trabajar los hábitos de convivencia, las habilidades sociales, el respeto a las normas, la colaboración en el grupo... Todo estos aspectos de la formación entran dentro del cúmulo de carencias que padecen estos menores. Pero para desarrollar estos hábitos, es precisa la actuación directa. No creo que estar en un centro de reforma con un escaso margen de contención y viviendo en plan hotel tocándose las narices sea un proyecto educativo apropiado para estos menores.
Pero con este tipo de informes se puede hacer un uso peligroso como el que hacen algunos medios de comunicación. Estos suelen destacar los aspectos más morbosos o más escandalosos, como es habitual, subrayando exclusivamente que se trata a los menores como póbrecitos chicos, fíjate qué cosas les hacen. Sin embargo los mismos medios, cuando esos menores están en libertad y arman alguna gorda de las suyas, aprovechan para transmitir mensajes alarmistas: son unos monstruos a los que nadie controla, así estamos indefensos los ciudadanos en general, la ley del menor produce alarma social...
Todas estas manifestaciones colaboran en fomentar el sentimiento de impunidad en el que se están criando las nuevas generaciones y que está llevando a que los ciudadanos en general, e incluso muchos padres, no se atrevan ni siquiera a levantar la voz a los menores para no tener líos o llevarse broncas. O sea, que ya no extraña a nadie que los menores nos insulten o nos agredan si osamos llamarles la atención. Por otra parte, esto no deja de ser un factor más de los que están colaborando en la falta de implicación de los adultos en la educación de los menores.
A este respecto, dentro de mis historias, hay una que siempre que sale este tema me viene a la mente. Hubo una denuncia de los propietarios de un garaje sobre los pillajes y desperfectos que un grupo de chicos les estaban ocasionando. El expediente cayó en mi mesa y, como además tenían faltas de absentismo, les llamamos al Ayuntamiento a las familias para exponerles el caso. La única familia que no acudió nunca a nuestras llamadas acabó años después pidiendo ayuda a los servicios sociales porque su hijo iba a acabar con ellos. El padre, trabajador de la construcción, no se había enterado porque en principio se lo habían ocultado. Cuando se percató de las mentiras, montó en cólera y su hijo, al ver la que le venía encima, le amenazó con denunciarle. La mujer siguió protegiendo al hijo. Hoy es el día que están a tratamiento y el muchacho después de haber pasado por un centro de reforma ha ido a dar con sus huesos a Martutene, que ya es mayor de edad.
Mientras permitamos que los menores campen a sus anchas en la impunidad y no perciban que sus actos tienen consecuencias, todo discurso es inútil y se queda en agua de borrajas. Las instituciones competentes en menores, por su parte, tienen datos suficientes, en la mayor parte de los casos, para actuar antes de que éstos se agraven, Al final todo se junta y nos quedamos impotentes con las preguntas de siempre ¿Cómo se puede rehacer ahora la vida de este muchacho, como la de otros tantos, y la de su familia? ¿Cuál ha sido, al final, el mal trato, el encubrimiento o la manta de palos que le hubiese dado el padre? .
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