El día de noche vieja, cuando volvía de hacer las últimas compras para la cena, oí que me llamaba una voz que me resultaba muy familiar. Era JE que venía corriendo hacia mí con un montón de paquetitos en las manos, que contenían, según me dijo, los típicos petardos propios de la fecha. Seguía llevando el pelo teñido a mechas y recortado a lo mohicano. Le seguía un grupito de cuatro chicas que, como pude comprobar, se estaban divirtiendo a su costa. Nunca tuvo muchas habilidades sociales. Siempre se había conformado con dar la nota para que alguien le hiciera caso.
Como necesitaba impresionarme me espetó de entrada sus últimas y fastuosas compras de Navidad: una zapatillas con suelas reflectantes y mil chibirichis de 200 € y 300 € en petardos. Más que lo absurdo del gasto, que ya le vale, me preocupó de dónde le venían tan cuantiosos fondos. Es fácil imaginarlo de todos modos. Sin que yo le preguntara nada, sabía de sobra qué me interesaba de su vida y milagros. Le habían dado fin de semana libre en el centro de reforma en el que está recluido, sin embargo tenía un problema grave: no podía fumar ni un porro porque le hacían muchos controles y, si daba positivo, le iban a tener más tiempo encerrado. Según me dijo, le quedaba condena hasta febrero.
Conocí a J en el hogar cuando ingresó con 5 ó 6 años. No le tocó la lotería en eso de los padres. Vivía con su madre y con su hermano mayor, que también estaba en el hogar. Era uno de esos hijos no deseados que nunca han recibido cariño y se pasan su existencia llamando la atención o haciendo la vida imposible a todo el que cae a su alrededor. Veía a su padre de pascuas a ramos porque vivía fuera y, además, pasaba largas temporadas en esos hoteles gratuitos a los que te mandan los jueces. Su madre ha hecho todo lo posible para que se lo quiten y por eso J se convirtió en la pesadilla de su vida.
Cuando cerraron nuestro hogar pasó a otro de Diputación y, no sabemos porqué, al llegar a la ESO le devolvieron con su madre. A partir de aquí el desquicie de J fue aumentando a pasos agigantados. De por sí era un chico bastante limitado de luces y con desequilibrios serios, que en no pocas ocasiones le hacían perder, incluso, el sentido de riesgo. Más de una vez estuvo a punto de ser atropellado. En la medida en que se le quitaron las medidas protectoras se fue disparando y frecuentando compañías de chicos mayores que le iniciaron en la delincuencia y en el trapicheo.
Me lo encontré de nuevo en el instituto, cuando los directivos del mismo reclamaron la ayuda municipal por su comportamiento: corría por los pasillos para que los profesores le persiguiesen, abría las puertas de las clases e insultaba a los de dentro, rompía todo lo que se le antojaba... y no aguantaba sentado ni los momentos en que tenía a la PT para él solo. Lo derivaron a un centro especial y dejó de acudir. Colaboré para que tuviera un programa complementario en el que no duró un telediario. Finalmente se juntaron en fiscalía nuestro expediente por absentismo y las mil denuncias que le habían caído. De ahí comenzó la pendiente cuesta abajo: medidas judiciales sin cumplir, libertad vigilada saltada a la torera y ahora internamiento. Lo más grave, sin embargo, está por llegar.
Me siento como si le estuviera viendo. Cuántas horas metimos a su lado para que hiciera los deberes, creo que se habrá quedado en la tabla del 6. Las broncas a la hora de las comidas eran horribles. No sólo era mal comedor, sino que se encargaba de hacer la convivencia imposible en la mesa. Recuerdo una vez que escondió los garbanzos en una carpeta de deberes escolares para que no se los hiciésemos comer. Son muchos los recuerdos que se me agolpan: los celos tremendos que tenía de sus compañeros menores, los cuentos que le tenía que contar para que se durmiera, las meadas que le tuve que limpiar, las horas que pasé en el parque con él y su patinete, las reuniones interminables intentando buscarle salidas, cómo le gritaba a su madre desde la ventana cuando le dejaba en el hogar y se iba...
Todos nuestros esfuerzos han ido cayendo en saco roto porque, en la administración, alguien decidió que éste no era un caso de grave riesgo y mira dónde lo tenemos. Cada vez que me acuerdo de él me crujen las entrañas de impotencia, porque todos preveíamos qué le iba a pasar y, en efecto, puede que nos hayamos quedado cortos en nuestras predicciones. Aún así, le sigo queriendo un montón y cuando se me acerca en la calle, como el otro día, como quien necesita que alguien sepa de su vida y le diga algo, siento una pena tremenda. A estas alturas a uno no le da para más.
(La foto es de un centro de reforma para menores de 18 años. J tiene ahora 17)
(La foto es de un centro de reforma para menores de 18 años. J tiene ahora 17)
No hay comentarios:
Publicar un comentario