sábado, 25 de julio de 2020

Recuerdos de Mallorca III

Teníamos previsto hacer varias rutas de senderismo.  Decidimos comenzar por una que acababa en La Trapa, un antiguo reducto monacal abandonado y colgado entre acantilados. Debíamos coger la línea de Andrax para luego tomar otro bus, que resultó ser un minibus, que nos acercase a StElm. En el primer pueblo que hizo parada tuvimos otro baño de masificación. Una nube de de gente de todo tipo y nacionalidad se apelotonaba en la puerta de acceso entre gritos y empujones hasta dejar el vehículo retacado a más no poder. El bus de enlace estaba esperando al llegar, así que no tuvimos mayor problema. Creíamos, ingenuos de nosotros, que nos dirigíamos a alguna población pequeña de la costa. Andrax nos pareció un amasijo de casitas, urbanizaciones y comercios sin personalidad alguna. 

StElm era un rincón a pie de acantilado en el que se habían instalado unas cuantas urbanizaciones, de distinto pelo  y categoría, sobre la misma orilla del mar. Vimos que algunas tenían rampa directa al mar para guardar su embarcación en los bajos de la casa. En esa época del año estaba vacía de personal, porque prácticamente solo se usa en verano y la mayoría son de alquiler, como nos contó el conductor. Lo mejor del lugar eran las espectaculares vistas sobre la isla Dragonera.

Tras el típico despiste de encontrar la calle correcta para comenzar a andar, dimos enseguida con el camino. Ya desde el comienzo del recorrido chocamos con otra peculiaridad de Mallorca: estábamos rodeados de alemanes. En todo el recorrido de ida y vuelta solo nos cruzamos con un grupo de españoles, sin contar con el restaurador del viejo cenobio.
El camino partía de una pista ancha, pero a poco de comenzar las marcas del senderismo nos sacaban de ella y nos metía en un subir y bajar trepando por acantilados de vistas impresionantes. Alguno de los tramos eran realmente exigentes, pero, ante el panorama, las distintas perspectivas del perfil de la Dragonera y la inmensidad del mar delante, merecía la pena el esfuerzo. Faltaba poco para las dos del mediodía cuando llegamos a La Trapa. Fue una visión sobrecogedora la que tuvimos desde lo alto del camino: todo se reducía a unos cuantos edificios pequeños, medio derruidos, rodeados de terrazas para la labranza. Algo separada se veía otra casita que contenía unos mecanismos para moler el grano. Algo increíble: cómo se podría sobrevivir en aquel barranco fuera del mundo y, por si fuera poco, cómo montar toda una organización para autoabastecerse y posibilitar una vida comunitaria. Vamos, una auténtica "fuga mundi".

El responsable de la restauración nos atendió muy bien. Como en casi todos los temas de cultura o de mantenimiento del patrimonio, no tardó en denostar con las decisiones de su gobierno, que ni entendía de cómo había que actuar ni se dejaba enseñar. O sea, que se tomaban decisiones en base a la política y no con criterios basados en el conocimiento del terreno. Luego comimos en un auténtico balcón abierto al mar y a los acantilados. La vuelta fue más prosaica y pesada. Tomamos la pista ancha que habíamos abandonado al principio. El barranco por el que descendía también era impresionante, pero carente de aliciente después del banquete paisajístico de la mañana. En honor a la verdad en el camino de vuelta nos cruzamos con un grupo de ingleses.

Nos tocó esperar un buen rato a que saliera el bus que nos tenía que dejar en Andrax. Así que aprovechamos para examinar la zona, sacar fotos y charlar con el conductor. La vuelta fue otra aventura para llegar a cenar al hotel. Si nos bajábamos en la estación central corríamos el riesgo de que el último bus al hotel ya hubiese salido. Así que nos apeamos en una parada anterior, por la que tenía que pasar en dirección contraria a la que llevábamos. Menos mal que salió bien la jugada y no llegamos tan tarde como la vez anterior, aunque tuvimos que ir directamente al comedor y la ducha tuvo  que esperar.

No he dejado de dar vueltas los sentimientos encontrados que me habían provocado las dos visitas. La cartuja de Valdemosa con una arquitectura preciosa, museo histórico con tesoros y rodeada de palacios señoriales. La trapa que acabábamos de ver en el extremo opuesto: austeridad, disciplina y vida de recogimiento. Resultaba un vivo reflejo de cómo había surgido la vida religiosa y dónde se fue acomodando con el tiempo al rebufo de los poderosos o, lo que ha resultado siempre más chocante, convirtiéndose en un nuevo grupo de poder y riqueza. 



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