domingo, 8 de marzo de 2015

El camino de la vida

El jueves pasado tuvimos, por fin, oportunidad Orencio y yo de retomar los paseos montañeros, como buenos jubilados que se cuidan y saben mantenerse en forma, en una mañana radiante después de tanta agua. Elegimos la subida a Peñas Blancas,463 ms de altitud, desde Alonsotegi. Es de esos sitios en que ves la cima desde la salida, o sea, que parece que la tienes ahí encima, pero que supone que el desnivel de la pendiente se las trae. Como solemos decir entre nosotros, sin piedad. Dejamos el coche al lado de la estación de Feve y tras atravesar las vías comenzamos la empinada. Hay un largo trayecto de carretera de esas que te dan más miedo bajarlas que subirlas, pero íbamos a andar, así que el coche estaba mejor abajo. 

Después de ese primer tramo, que tenía nada más un pequeño descansillo, la carretera se volvía a empinar más en serio y perdía el asfalto. En su lugar, el firme estaba formado por el típico hormigón atravesado por unas rajas transversales. Al finalizar ese tramo la carretera continuaba con piedrilla suelta, algo de barro y charcos, hasta llegar a la ermita de Santa Quiteria, un tanto abandonada, en cuyos alrededores han puesto un área recreativa bastante nueva. Nos extrañó ver que allí arriba -ya estábamos a más de 200 ms- había una serie de casas, que en su tiempo podrían haber sido de mineros, muy bien arregladas pero con aquellos accesos tan penosos. 

A partir de aquí la pista se convierte en un sendero de monte tortuoso. Nos encontramos con una grata sorpresa. Ya habíamos dejado atrás los eucaliptos y pinos y estábamos en medio de lo que suponíamos era un encinar. Estuvimos dudando sobre qué tipo de querqus sería, hasta que vimos un cartel informativo en el que se explicaba que, en efecto, eran encinas, pero que sus hojas eran más grandes de lo normal porque la encina necesita mucha luz para su desarrollo y allí no tienen tanta luz como en otros terrenos mediterráneos. También vimos madroños y roble bajo. 

Poco a poco la ladera se va poblando de rocas dispuestas desordenadamente. Luego cruzamos unas pistas en medio del roquedo que estaban hechas de piedra firme y muy bien trazadas. Eran restos de las infraestructuras mineras de principios del siglo XX. Pero había que tener cuidado de seguirlas porque te llevan a ninguna parte. Ya se empezaban a ver grandes grietas y hendiduras, medio cubiertas de vegetación. A partir de aquí hay que ir rastreando las señales rojas y blancas que nos han acompañado desde un principio, porque si las pierdes te puedes encontrar de repente rodeado de agujeros sin saber por dónde salir. De hecho en la subida nos metimos por medio de las peñas mirando a la cima hasta que nos encontramos con la enorme grieta que rodea la cumbre. Tuvimos que dar un largo rodeo, y con cierto riesgo, para salvarla. Desde arriba nos percatamos de en qué lugar habíamos perdido la pista. Al bajar la seguimos, aunque de nuevo tuvimos que ir con cuidado de no perder las señales.
 

Si me he detenido a describir las características del camino, es porque me gusta hacer comparaciones o símbolos sobre la vida misma, con lo que veo y experimento en el monte. Se me antojó estar releyendo la subida al monte Carmelo de S. Juan de la Cruz, cuando, despojado de todas la ataduras y seguridades de las cosas mundanas, al final de la ascensión se encuentra con la noche oscura, donde ya no hay señales. Sin ir tan lejos, sí que me pareció ser aquella subida una metáfora de la vida misma y, cómo no, de mi historia y la de tantos otros de mi generación. Al comienzo de la vida teníamos todo bien marcado y teníamos las facilidades justas para tirar con nuestra vida adelante. De todos modos, no lo tuvimos fácil y más bien cuesta arriba. Poco a poco las dificultades crecen y llega un momento en que tenemos que ser dueños de nuestras decisiones y, si no nos dejamos orientar, podemos tomar desvíos peligrosos que nos llevan por mal camino.
Puede que la vida nos haya dado algún respiro y algunas gratas sorpresas, pero han sido tiempos revueltos, en los que hemos tenido que estar rastreando unas referencias que nos aseguraran que podíamos caminar por donde teníamos previsto hacerlo. No han faltado, ni faltarán, trampas de mayor o menor peligro, que pueden dejarnos marcados o perdidos en su garganta. Es bueno llegar arriba con vida y con ganas de vivirla, para desde allí poder otear la propia historia y que nos dé tiempo a reparar los errores que hayamos cometido en el camino.


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