miércoles, 10 de diciembre de 2014

Violencia de género: "deabru belarrak"

Después de una semana, y de un año, sangrante en lo que se refiere a las mujeres víctimas de la violencia de género, me sigo preguntando sobre los orígenes de estas reacciones violentas que, con o sin malos tratos previos, llegan a extremos que siguen resultando inaceptables, sea cual sea la cultura de la que procedan los maltratadores. Todos los recursos y leyes que se dicten al respecto siempre serán necesarias, pero nunca serán suficientes. Su función será paliar los daños en la medida de que lleguen a tiempo. Las medidas preventivas que se están haciendo desde Educación y desde las áreas de los servicios sociales son imprescindibles, pero sus resultados son a largo plazo. A pesar de todo, es inevitable que siempre aparezca algún cordón umbilical que alimente e imposibilite arrancar de raíz esta plaga.De vez en cuando echo la vista atrás y rememoro casos en los que hemos intervenido y me sigo haciendo las mismas preguntas de entonces con más perplejidad si cabe, como en el post que subí hace poco. También recuerdo lo que comentábamos mi amigo Jesús y yo cuando trabajábamos juntos en la construcción. Las broncas del arquitecto o del aparejador siempre las paga la mujer de algún peón, que es la última de la fila, o, en caso de que el peón no esté casado, la contratada de turno. O sea, debe ser un tanto corriente que los cabreos y las frustraciones de los varones los acaben pagando las mujeres y, a veces, con facturas inasumibles.


Paz era una chica de 13 años, que acogimos en el hogar porque su padre repartía estopa a discreción e intentó suplir con ella lo que no hacía con la madre, que estaba reducida a ser el saco de las ostias. A todo esto, su hermano Pedro le plantó cara para defender a la madre y, al final, tuvieron que intervenir los servicios sociales y alejar al energúmeno del hogar. Años más tarde Pedro estuvo una temporada trabajando con nosotros en Emaús y luego encontró trabajo y se casó con una chica encantadora con cara de muñeca. Un día, años después, me crucé con ella y, además de notar un velo de tristeza en su mirada, saltaba a la vista que llevaba un ojo morado. Me estoy arrepintiendo todavía de no haberme parado a hablar con ella.

Jon era el mayor de cuatro hermanos de una familia un tanto caótica. Su padre fue peón de los que repartían leña y se bebían el sueldo. También Jon se enfrentó a su padre y llegó a pegarse con él. No aguantó nada ni en el instituto ni cuando le acogieron en un hogar de Diputación. Se las arregló por su cuenta trabajando en la construcción, como tantos otros. Luego se casó con una viuda que ya tenía una hija. La conocí porque tuvimos que intervenir a raíz del absentismo grave de su hija en el instituto. También como otros muchos Jon se quedó en paro. He visto varias veces a su mujer con la cara marcada y amoratada.


Andrea era una mujer joven cuando la conocí. A pesar de su edad tenía tres hijos y acababa de salir de un programa de protección de maltrato. El energúmeno de turno estuvo a punto de matarla y había acabado en prisión. Nos llegaron denuncias desde el colegio por la situación de los niños. Algo iba mal. Andrea se había echado una nueva pareja que repetía el mismo rol que el de la cárcel, solo que esta vez lo hacía extensivo a los niños, y ella se lo permitía. Años después conocí a los dos hermanos mayores más de cerca porque eran absentistas. Uno intentó suicidarse cuando le dijeron que tenía que salir del hogar de acogida y volver a su casa. Sé que el otro ha acabado en algún piso de reforma por sus agresiones una tanto violentas y por sus fechorías de predelincuente.

Estos son unos pocos ejemplos cogidos a vuelapluma, pero que dan sentido al título que le he dado a este texto: "deabru belarrak", las hierbas del diablo. Así llamaba mi amigo Txikuri a esa hierbas que tienen toda una red de raíces y que van invadiendo poco a poco los alrededores, acabando con la vida de las demás hierbas. Por más que las arrancas o les echas venenos, siempre queda alguna raíz que logra, más tarde o más temprano, reproducirlas. Las conductas violentas que se reproducen en los hijos, la falta de cultura de convivencia, la ausencia de respeto en la relaciones familiares, la falta de resistencia a la frustración, la tolerancia al maltrato o su búsqueda inconsciente, la mala situación laboral, los problemas económicos, la prepotencia machista, la dependencia económica de la mujer... O varias juntas, hasta que afloran en cualquier momento y ya es tarde ¿Cómo se va a llegar a arrancar todas esas raíces? ¿Hasta cuándo va a durar esa tarea, si es que la tomamos en serio? Esa es la cuestión.



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