domingo, 16 de marzo de 2014

Como un gato.

Estaba yo parado en un semáforo como peatón formal y pasó en un pequeño utilitario. Llevaba la ventanilla bajada por lo que nos pudimos reconocer perfectamente. Me bastó con ver esa sonrisa entre tímida y formal, achinando un poco los ojos, para saber que aquello era un saludo afectuoso sin que necesitara ningún otro gesto o palabra. Y es que Jaime -por llamarle de una manera- siempre ha sido así desde que le conocí con 16 años. Su cara y la forma que adoptaban los ojos expresaban claramente lo que quería decir, porque eran muy pocos los que conocían su voz.
Cuando salió de un hogar de Diputación, un educador conocido nos lo recomendó para que trabajara con nosotros. Estuvo un poco más de un año pero siempre hemos mantenido una relación amistosa en los momentos en que nos hemos encontrado. El coche tenía pinta de ser de segunda mano pero parecía limpio y cuidado. Venía a ser un reflejo de la manera de ser de su dueño. Era curioso ver cómo iba siempre limpio, a pesar de que trabajábamos recogiendo objetos desechados de los hogares, lo que contrastaba con las pintas del resto de compañeros. Nunca hubo una queja de él ni por motivos de trabajo ni por comportamiento y la más de las veces ni siquiera se sentía su presencia. El silencio, la mirada profunda daban a entender que algo bullía por dentro, pero su natural introvertido lo mantenía encerrado.

Jaime fue un niño que desde muy pequeño tuvo que aprender a valerse por sí mismo. Vivía con su madre y otros hermanos pequeños que eran de distinto padre. También tuvo que atenderles acompañándoles a la escuela o cuidándoles en casa. En un par de ocasiones tuve que acompañarle a casa y pude comprobar el caos reinante en la misma, los lloros de los pequeños y una figura de mujer desastrada que pululaba de una parte a otra, sin rumbo ni criterio, vociferando órdenes que no venían a cuento. En la primera de estas ocasiones tardó un buen rato en percatarse de mi presencia, hasta que, en uno de sus movimientos convulsos, se dio de bruces conmigo. Intentó recomponer la maraña de su pelo en un gesto reflejo y entonces se dio cuenta de que Jaime estaba por allí, por lo que dedujo quién era yo. Me dio la impresión de que Jaime entraba y salía de su casa como un gato silencioso y cauteloso. De alguna manera sabía que le convenía ser invisible para su madre.

En un momento dado nos confesó que estaba ya harto de su familia y que no aguantaba más a su madre. Al poco tiempo se despidió del trabajo y desapareció de Barakaldo. Tardé varios años en volver a encontrarme con él. Sus botas militares, su chupa, su pelo negro azabache perfectamente peinado y todo él con su porte impoluto habitual. Había encontrado trabajo por aquí y vivía por su cuenta. En otra ocasión, tuve oportunidad de verle más veces porque trabajaba en una obra que estaba en el camino que yo seguía todas las mañanas para ir al trabajo. Me alegra de que al menos las cosas del trabajo le vayan bien. Del resto de los aspectos de su vida no tengo ni idea. Jaime siempre me ha parecido un misterio. Detrás de esa mirada lejana o de la sonrisa que utiliza como escudo, hay un pozo de soledad, y no sé si también un vacío de afecto, que le han obligado a superarse por conseguir ser un superviviente. El cariño con el que me saluda me da entender que el granito de arena que aportamos a su resiliencia ha colaborado en que haya conseguido ser un hombre autónomo. Ese es Jaime un superviviente como un gato: silencioso, cauteloso, pulcro, con mirada profunda y sin depender de nadie.


No hay comentarios:

Publicar un comentario