domingo, 11 de enero de 2015

Otros reality destroza vidas.

Tengo la impresión de que en aras del éxito o la notoriedad pública se pasan y extralimitan todas las rayas rojas, desde las de la intimidad personal hasta las de la moral más elemental. Considero que los reality, que juegan con la vida y con la imagen de los menores, son unas aberraciones de lesa humanidad. Divertirse viendo a niños haciendo de adultos tiene más gancho que otros porque la carne del morbo es más fresca, pero no se miden las consecuencias que tienen en los participantes. Es muy fácil hacer entrevistas a los ganadores y presentarlos como triunfadores, pero nadie se va a preguntar qué va a ser de ellos 10 años después, ni cómo van a vivir su adolescencia... porque el éxito también es tan difícil de digerir como el fracaso. Nadie ha explicado cómo son las vidas de los que han participado y han sido eliminados o han hecho el ridículo por algún fallo. En el escenario es muy fácil revestirlo con palabras bonitas y golpecitos en la espalda, pero tampoco les importa a los organizadores qué les va a pasar cuando se apaguen las luces y vuelvan a su medio natural, cómo les van a tratar sus condiscípulos o su cuadrilla o su familia o qué van a hacer el resto de su vida con ese sambenito a cuestas.

Hay diversos programas de este pelo, pero hay uno que me parece que sobrepasa todos los límites de la dignidad humana. Hacer que unos niños y niñas se metan a elaborar platos de alta cocina, cuando se ha estado pidiendo que se mantengan los comedores escolares abiertos durante las vacaciones, me parece fuera de lugar e insultante, pero el éxito de pantalla está sobre toda moralidad o dignidad. Se somete a estos menores a una esquizofrenia que después no se podrá controlar por dónde va a estallar: por una parte se les propone una serie de pruebas y se le somete a una presión que por sus condiciones, más allá de los conocimientos, les exigen dar respuesta de adultos, se les considera adultos, pero en realidad son niños. Se les está robando la infancia y eso, por muy interesante y positivo para los niños que nos lo presenten, será como si al edificio de la vida de cada persona le estuviéramos destrozando los cimientos, porque eso viene a ser la infancia. Una niña rompe a llorar, pierde el control porque no le da tiempo a terminar su plato o lo que sea. Pobrecita, no ha podido... y ya está. Nadie se pregunta si el tiempo que le han dado es el adecuado, o si tiene la madurez suficiente para resistir un ambiente de tensión ni cómo le va a quedar el autoconcepto.

Y no todo acaba ahí, en el fondo estos programas se sustentan en la competitividad más despiadada. Estamos planteando al resto de los menores que lo siguen que lo importante es ser el primero y utilizar los recursos que haga falta, pisando o utilizando a los demás según el interés de cada cual y desechando a los que no nos sirven. Este es el mensaje educativo que transmiten: o yo o nadie, caiga quien caiga. El trabajo en equipo, los objetivos que sirvan a todos, la colaboración, el compartir, la integración... son paparruchadas. Luego nos extrañamos de que los jóvenes no tienen valores o de que vivimos en una sociedad al servicio de los chorizos. Lo más doloroso de todo esto es que esta carne fresca está servida en bandeja por sus familias, que son tan responsables de este desaguisado -nunca mejor dicho- como los organizadores. La única diferencia es que los padres y madres van a tener la penitencia en su propio pecado, porque los hijos son para siempre estén como estén. Si estuviese en mi mano, o si hubiese un tribunal que lo admitiese, estaría dispuestos a denunciar a ambos, organizadores y tutores, por corrupción de menores. Si alguien tiene idea de cómo hacerlo le agradecería que me lo comunicase.

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