lunes, 10 de noviembre de 2014

De dos en dos


Ayer fui a visitar a mis compañeras de trabajo y, cuando ya me iba, apareció él con su pinta de siempre, desaliñado y con cara de buscar algo, porque solo se acuerda de nosotros cuando truena y necesita ayuda, ordinariamente urgente. Esta vez se trataba solamente de una fotocopia  para una gestión administrativa. A todo esto le preguntamos por sus hijos, porque el muy capullo acababa de tener mellizos. O sea que en total tres porque su pareja ya tenía otra preciosidad de cría, más lista que el hambre. Así que sin cortarse un pelo apareció con los críos y con su compañera. Quién me iba a decir que aquel crío desarraigado, que no daba pie con bolo en los estudios, que era incapaz de estar un minuto sentado sin armar una, al que tenía que perseguir para que comiera algo, al que le tuve que limpiar el colchón un montón de veces, que no se dormía si no me ponía a su lado y le contaba algo... se iba a meter, sin pensarlo claro, en una movida así. El mismo que cuando en la adolescencia dejó de estar en hogares de protección acabó trapicheando, metido en movidas violentas, mercadeando con costo, entrando y saliendo en medidas judiciales y reproduciendo la historia delicuencial de su familia, se nos presentaba como padre felisín. Tuvimos que tragar saliva y hacer fiestas a los peques y darle chuches a la mayor, que se sentó muy convencida hasta acabar con todas las de la caja, como si de la comida principal del día se tratara. La chica parecía mayor que él, pero su aspecto exterior no desdecía del de nuestro chaval. Según comentó a una compañera viven de la renta de garantías. Claro que él no va a encontrar trabajo nunca, a no ser que sea verdad el que ha estado en alguna vendimia o recogida de frutas. Es de suponer que seguirá con sus trapicheos, aunque siempre irá con el "no tengo dinero" por delante. Yo no hacía más que mirar a las criaturas y, casi inconscientemente, estaba ya visionando la película de su futuro, y no me salía nada halagüeño.

Hoy he tenido que hacer unas pequeñas compras. Al salir de la tienda el viento era infernal y casi no se podía tener los ojos abiertos. De repente una mujer me para, me llama por mi nombre y me suelta un par de besos. En un primer momento me quedo perplejo porque la cara me resultaba familiar pero no me encajaba de qué la conocía, hasta que me percaté de que iba con otros hermanos a los que sí reconocí, a pesar de que el mayor estaba muy deteriorado. Pertenecen a una familia muy maltratada por el alcohol. Al padre lo había conocido mucho antes cuando trabajé en la construcción, porque hacía de guarda en una obra en la que coincidimos, y era reconocido por su fama de bebedor y pendenciero. La madre y el hermano mayor estuvieron acogidos en Emaús. Venían con ellos dos niños que resultaron ser mellizos, que por su edad no pegaban como hijos de ellos. Enseguida la otra hermana me dijo que eran del menor de la saga y, quitándole las gafas al chico me mostró que éste era una foto de su padre cuando era niño. Este pájaro era el que más relación tuvo conmigo porque lo saqué de la calle ya que no iba ni al colegio. Casi sin cumplir los 16 lo pusimos a cargar  y descargar. Lo primero que hice al poco de estar trabajando con nosotros, fue quitarle una navaja automática de dimensiones peligrosas, que aún conservo. Luego se olvidó de ella. Le daba mucha rabia no saber fumar porque veía a sus compañeros más mayores y quería aprender para poder echar algún peta que otro. Al cabo de unos años le vi trabajando en una empresa de pintura de fachadas y me alegré mucho. Al preguntar por él las hermanas me dieron a entender que lo habían perdido de vista y que estaba mejor así. O sea que los niños apenas le conocían y, al escucharme, dieron muestras de que no querían ni oír hablar de él. Al menos éstos cuentan por ahora con unas tías que se preocupan por ellos y la película final puede que no sea tan negra.



Hay días, como éstos, en los que parece que el pasado resucita y abre la puerta sin avisar. Le devuelve a uno alguna historia que pasó hace tiempo -y en la que tuvo algo o bastante que ver- a través de las realidades en las que se ha convertido hoy. Han sido dos historias que me ha tocado compartir en momentos muy distintos de mi vida de educador social: el hogar Murrieta y los traperos de Emaús. He de reconocer que en mi nueva situación de jubilado esas bocanadas del pasado impresionan pelín más. En primer lugar porque le escupen a uno a la cara los años que tiene, aunque aún no los note mucho, y, en segundo lugar, porque se siente más impotente, aún si cabe, ante las calamidades que se le presentan y las que prevé. Después de haber dejado la piel, la salud y las fuerzas para sacar adelante a aquellas calamidades, se encuentra uno con que la historia no solo se repite sino que se reproduce y en estos casos, por si fuera poco, de dos en dos. En realidad creo que uno se tiene que acostumbrar a sentir las cosas de otra manera, ya que no le han encargado que las resuelva, aunque, dado que le tocan en lo más hondo de sus entrañas, aún le queden muchas ganas de tener algo que aportar. 

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