martes, 25 de marzo de 2014

Suárez de villano a mito.

Son muchas las impresiones que se me han agolpado mientras veía en la tele los fastos de despedida a los restos mortales del presidente Suárez. Como es y ha sido tradición o idiosincrasia del rancio abolengo de este país, todo ha discurrido bajo la sombra del ejército, en Madrid, y bajo la de la Iglesia, en Avila. De todo el boato y la parafernalia exhibidos me quedo con lo que considero mínimamente auténtico, la presencia de mucha gente en la calle y la expresión de sus sentimientos. A todo esto, han supuesto una auténtica plastada las horas y horas en las que, a lo largo estos dos días previos, todos los medios de comunicación se han empeñado en competir para recordarnos la historia de la transición, su amistad con el rey, el tejerazo... Han sacado a primera fila de pantalla viejos dinosaurios de la política y de la información, que estaban perdidos en el valle árido del olvido y cuya existencia ya ni recordábamos, aportando sesudas consideraciones sobre su historia. Cuando quieren ser exhaustivos o ganar audiencia, acaban resultando cargantes y odiosos. Los programadores no suelen tener en cuenta el viejo refrán castellano "lo poco agrada y lo mucho enfada" y siguen confundiendo la cantidad con la calidad.


A decir verdad en su día Suárez no me cayó nada bien. Era un tipo venido del Movimiento y me parecía que lo que pretendía era dar un barniz democrático al posfranquismo para mantener a los de siempre. Me alegré mucho de haberme equivocado. Luego comprendí que el gran mérito que tuvo fue hacer, como he oído en alguna radio, de flautista de Hamelin con sus correligionarios del antiguo régimen que no le perdonaron nunca el que los enterrara en la cueva del olvido.
En realidad, junto con los generalotes y los cargos más casposos del ejército y de la guardia civil, fueron los que le sacudieron más estopa para conseguir frenar el proceso democrático. A lo largo de este proceso tampoco se libró de los palos del sector más reaccionario de la Iglesia por aquello del divorcio y por lo del estado laico.


Se le ha concedido, junto con el rey, el protagonismo de la transición democrática y eso no me ha gustado nunca. Tuvo el mérito de haber sabido gestionar una situación terriblemente complicada, pero la transición es también de todos los que nos echamos a la calle reivindicando libertad y justicia, o estuvimos luchando contra la indefensión en que habían quedado los trabajadores, o exigiendo la legalización de los partidos políticos... El protagonismo fue de todos, aunque, eso sí, a Suárez le tocó ser una de las cabezas visibles de aquella movida y hay que reconocerle que, sobre todo con la Constitución, cumplió lo prometido.

También me ha parecido injusto el trato que le ha dado la historia. Primero, como a Julio César, se lo cargan sus propios allegados, que ambicionaban quedarse con la mejor parte del pastel, por lo que se retira antes de que haya más problemas. En realidad preparó una salida por la puerta de atrás para continuar en el poder apoyado por sus más fieles, pero las divisiones en política se paga caras y se dio el gran tortazo de su vida. A partir de ahí desapareció de la escena y padeció en propia carne aquello que del árbol caído todos hacen leña. 

Las revistas del corazón lo trajeron posteriormente a escena por las desgracias de su familia y protagonizó un último episodio lamentable apoyando la campaña electoral de su hijo. Después se sumió en su enfermedad degenerativa hasta que la muerte le ha servido, como a los grandes artistas o sabios de la historia, para que se le reconozcan sus méritos.
Fue capaz de reunir a todos en torno a la constitución y a los pactos de la Moncloa y en estos días ha vuelto a reunir a los de derechas e izquierdas en torno a su féretro. Me temo que esa reunión va a ser cuestión de un instante porque las espadas seguirán en alto y no creo que haya muchos políticos que de hoy en adelante se propongan convertirse y reeditar sus virtudes o sus valores.

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