martes, 10 de mayo de 2011

CERTIFICADO DE DEFUNCIÓN



He vivido con gran consternación este sarao mundial que se ha montado con la beatificación de Juan Pablo II. En ese acto marcado por la teatralidad y por el movimiento de masas, que él mismo instauró durante su pontificado, se ha certificado, a mi modesto entender, la defunción del Concilio Vaticano II. Y, lo que es más chocante, ha estampado la firma del certificado el que fue su cerebro gris en la sombra y que, a su vez, fue uno de los teólogos ponentes en dicho concilio. Nada más lejos de mi intención poner en duda las grandes cualidades y la enorme personalidad del beatificado, ni, mucho menos, su fe, sus devociones o la solidez de sus creencias. Esta beatificación ha estado impulsada por los intereses de aquellas asociaciones católicas que él favoreció y promovida por los mismos que él puso en sus puestos episcopales o cardenalicios, porque toda la estructura jerárquica actual pasó por sus manos y sus actuales beneficiarios se están encargando de que quede atada y bien atada.





Para mí Juan Pablo II es el Pío X del siglo XX, el gran papa de restauracionismo que impuso el juramento antimodernista, al que también en su época se apresuraron a cononizar. En sus 26 años de pontificado se ha encargado de anatematizar y de barrer de la escena eclesial a todas aquellas corrientes y personas que se saliesen de la doctrina y de la moral tradicional y reaccionaria que él impuso en la Iglesia, incluido el golpe de timón que asestó a la mismísima Compañía de Jesús. Así se esfumó el sentido de pueblo de Dios de la iglesia y la apertura al mundo que preconizó el Vaticano II y que para muchos, entre los que me incluyo, supuso el poder seguir sitiéndonos seguidores de Jesús y, a la vez, parte de la Iglesia compartiendo en comunidad los dolores, los gozos y la esperanza de nuestro mundo. Todo aquello se fue desmontando sistemáticamente dando la espalda a los avances de la ciencia, a las nuevas situaciones sociales, a los clamores de comunidades enteras. En su lugar el flamante beato fue instaurando una iglesia doctrinaria, de obediencia ciega, cerrada en sí misma y erigida en la única salvadora del mundo. A través de sus viajes hizo gala de sus dotes teatrales convirtiendo la pastoral en alardear de movimientos de masas y reduciendo la vivencia de la fe o de la oración a gestos ampulosos, a cantos místicos y a corear consignas.




En su haber subrayan sus seguidores el mérito de haber colaborado en destruir el comunismo de estado, claro que esto no es casualidad. En primer lugar, no creo que sea para tanto porque con él o sin él ese sistema estaba cayendo por su propio peso y a la mínima patada se haría trizas como un mueble apolillado. En segundo lugar, este subrayado mira de reojo a Latinoamérica o a cualquier opción de compromiso social que ellos puedan considerar izquierdoso. Por eso ahora se han dado prisa en poner en marcha los procesos de canonización para que todo siga como él lo dejó dispuesto. Después de esto -y de lo de Escribá de Balaguer- lo de ser santo oficialmente reconocido va a ofrecer aún menos garantías de antes. Una vez más en la historia de la Iglesia se demuestra que se hace santo a aquel que les interesa a los que están en la cúpula jerárquica, que lo justifica con cualquier disculpa de milagro, curación portentosa o similares. Qué tendrá que ver eso de los milagros curanderos con los criterios que dejó bien claro el evangelio de Mateo "Venid benditos de mi Padre porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed..." No sé si a Juan Pablo II se le podían atribuír este tipo de milagros, porque una cosa es predicar y otra dar trigo. Según esto otros grandes creyentes del siglo XX tendrían que haber sido canonizados -del mismo modo que se hizo con la Madre Teresa- porque han quitado el hambre a poblaciones enteras, han buscado casa para los sin techos, han procurado asistencia médica a los que no la tenían... Pero en el dogmatismo de los actuales jerarcas no cabe dignificar la fe con figuras como el Abbé Pierre, Vicente Ferrer, los catequistas mártires de Latinoamérica, las religiosas que han dejado su vida entre los leprosos... y otros tantos creyentes que sin necesidad de exahustivos y concienzudos exámenes médicos han hecho el milagro de entregar su vida como lo hizo Jesús. Estos son los testimonios que necesitamos en este momento de la historia en el que es un verdadero milagro o regalo de Dios que haya hombres y mujeres de esta talla.

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