La jueza Lamela no es independiente: ha regalado la campaña electoral a los partidos independentistas. Ha encendido el pebetero de los mártires de la patria catalana que va a iluminar todo el proceso de ahora en adelante. Cuando el bloque independentista parecía dar señales inequívocas de grietas y de perplejidad, ella lo ha arreglado de un plumazo para que vuelva a reunirse. Mientras los que hicieron creer a mucha gente que era posible lo que sabían que era imposible tendrían que estar dando explicaciones de ello a la ciudadanía, les ha puesto una mordaza que los ha convertido en ídolos. Ha vuelto a convocar a las masas y ella sola ha conseguido repetir movilizaciones que parecían dormidas por efecto del 155 famoso. De paso, indirectamente, ha conseguido agitar el avispero de los partidos no independentistas, reivindicando cada uno para sí la quintaesencia de la democracia, lo que no deja de ser otro regalo. Otro sí, ha llamado a arrebato a todos los medios de comunicación, que han desplegado una miríada de politólogos, profesores, sabelotodos, enteradillos de todo tipo y calaña, pugnando entre sí para ver quién consigue más audiencia a base de echar más carnaza y más leña al fuego. Lo mejor del asunto es que sus decisiones no tienen marcha atrás, porque no se puede traspasar la línea sacrosanta en democracia de la independencia de poderes.
Llegado a este punto yo me pregunto si los jueces, además de eminencias independientes para poder tomar decisiones trascendentes, son seres humanos que viven en una tierra determinada, en un tiempo determinado, con una gente determinada. Es decir que también se les puede exigir, además de que sean independientes, que sepan qué está pasando ahí fuera entre los mortales y qué consecuencias puedan provocar sus dictámenes. Dicho de otra manera, que las leyes por muy leyes que sean no descienden del hiperuranio leguleyo para dictarnos lo que debemos hacer en determinadas coyunturas, pasando por encima de lo que se cuece y del sentido común. No creo que sea mucho pedir.
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