Salíamos del último concierto de la temporada de la Orquesta Sinfónica de Bilbao el viernes pasado. Nada más pisar el andén, el cartel luminoso señalaba la entrada de nuestro metro. Nos dirigimos como de costumbre a la puerta del vagón que nos facilita la salida. Venía bastante lleno, así que nos tuvimos que apañar para buscar una barra en la que sujetarnos. Y de pronto me encuentro casi cara a cara con ella. Tendría más de quince años pero no más de veinte. Sentí que con solo mirarla ya la había radiografiado. Era una de las mías, como suele decirme mi hija. Estaba ante un desastre anunciado, no a voces, pero sí lanzando mensajes de auxilio que, desgraciadamente, pasan desapercibidos porque no se saben o no se quieren leer. Una vez más me podía encontrar con uno de esos casos que se pierden en el olvido porque no son conflictivos, ni provocan miedo o inseguridad. En este caso más bien daba pena o podría haber suscitado algún comentario de desprecio, pero, a pesar de todo, creo que era invisible.
Llevaba el pelo pegoteado y recogido atrás en un rebuño que en algún momento pretendió ser un moño. Con los pelos del flequillo se había hecho unos dibujos en la frente que pretendían recordar a alguna cupletera. Eso sí, no habían catado jabón o champú en bastante tiempo. Se había puesto unas pestañas postizas desproporcionadas para el tamaño de sus ojos, aderezadas con unos champlones negros alargados, que pretendían hacer de línea de los ojos. La cara y la parte del cuello que era visibles estaban plagadas de puntitos rojos, y tampoco daban testimonio de haber tocado jabón. Llevaba una cazadora de esas de plástico, imitación a cuero, con más mugre que color. Estrujaba debajo del brazo una especie de bolso de tela con felpa o similar. Un pantalón vaquero ceñido y raído o desgastado, no de los que se llevan rotos adrede como está de moda, que le daban a sus piernas una sensación de palillos. Desembocaba en unas zapatillas blancas de tamaño descomunal por lo aparatoso de sus formas laterales y por unas plataformas desproporcionadas. En un momento dado, casi ya cuando íbamos a irnos, me fijé en sus supuestos pendientes, unos aros grandes, pero que eran unas alambres, literal, de color amarillo.
No me he podido quitar de la mente, ni de la mala sensación instalada en mi estómago, ni su imagen ni mi inseparable sensación de impotencia cuando me encuentro con algún caso tan claro como éste, sabiendo que no puedes hacer nada. Llevaba los ojos abiertos pero no miraban a ninguna parte, estaban perdidos en un vacío invisible para los demás y no sé si en realidad podría tener algún contenido para ella. Se me disparó la metralleta de preguntas: a dónde va, dónde y con quién vive, ha tenido una escolaridad normalizada, tiene alguna relación con los servicios sociales, está en las garras de algún chulo, se habrá escapado de algún centro de diputación... todas sin respuesta. Eso sí, era una cara reflejo de sufrimiento y de tristeza difícil de disimular y me tuve que tragar las lágrimas. Hoy unos días después aún no me he podido librar de su imagen, así que esta entrada va a ir sin fotos ni imágenes, porque no puedo escanearla de mi interior.
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