En todas las empresas de telefonía, de banca, de suministros de energía... nos regalan con amplias páginas sobre su política de protección de datos. Los médicos, los policías, los abogados, los servicios sociales o educativos no dan ningún informe por la protección de datos o el derecho a la privacidad. Estoy llegando a la conclusión de que este despliegue de normas no pasa de ser una ceremonia de cinismo a la que estamos sometidos y que tenemos que creerla como unos pardillos, porque es lo que está en alguna de tantas leyes que se nos citan y que conocen solo cuatro enteradillos.
Es ya de dominio general que por el ordenador, la táblet o el móvil nos entran anuncios personalizados según las compras que estemos haciendo o los recursos que estemos buscando por internet. Nos llegan cartas con las más variopintas ofertas o premios al buzón con nuestras señas. Ya lo de las estafas son punto y aparte, porque, casualmente, tienen datos correctos de la edad o condiciones sociales de la víctima. Y la pregunta que nos hacemos siempre es la recurrente: de dónde han sacados mis señas o la dirección de mis bancos...
Ayer tuvimos un episodio de un nivel un peldaño más alto. Supongo que habrá una porrada de casos similares, pero esta vez nos tocó a nosotros con el cabreo mayúsculo que se puede suponer. Nos llama una comercializadora de luz y gas en nombre de la compañía que nos suministra. En efecto nos da todas nuestras señas, los datos de nuestra factura, el CUP... Todo en orden.
De entrada nos advierten de una inminente subida, que luego se vio que era falsa, y se nos hizo una oferta bastante razonable para evitarla, siempre quedando que no iba a haber cambio de contrato pues seguiríamos igual. Claro, cuando nos enviaron el contrato por e-mail nos dimos cuenta de que estábamos en otra compañía con otras condiciones totalmente distintas a las que tenemos contratadas. Y ahí no queda todo, llamamos a la compañía que figuraba en el contrato recibido y nos respondieron en cinco teléfonos sucesivos que allí no figuraba nuestro contrato -alguno incluso nos colgó el teléfono-, hasta que, no sabemos cómo, el sexto si sabía dónde estábamos. Fue delirante.
Lógicamente, lo desestimamos en el acto y nos pusimos en contacto con la compañía actual para comprobar que todo seguía en orden. Le preguntamos a la interlocutora sobre lo sucedido y se quedó cortada. Solo pudo decir que es que ahora esos comerciales son capaces de hacerse con todo. O sea que todas las políticas de privacidad deben tener más agujeros que un queso gruyer, o algo parecido, para que puedan hacerse con nuestras facturas y con todos nuestros datos, si no no me lo explico. En conclusión, no podemos reclamar nada a nuestra compañía y lo único que nos queda es volver a decidir que de ofertas por teléfono no aceptamos ni la llamada y comernos el cabreo.
Lo peor de todo este galimatías es comprobar que nos encontramos totalmente indefensos. Todo esto de la facilidad de comunicación nos había dado la sensación de tener la libertad de poder conseguir todo al momento, de poder comunicarnos por muy lejos que se esté o de comprar y devolver sin salir de casa. Sin embargo esa supuesta libertad se está convirtiendo en unas ataduras invisibles, virtuales pero férreas, por las que no nos podemos mover sin ser controlados, engañados, robados... Pero luego son una minoría los que reclaman y denuncian sin tregua. La gran mayoría del personal está convencida de que recuperar o conseguir algo cuesta tanto que opta por no mover nada, que eso no da más que trabajo y más cabreos "total para nada, que luego no se sabe". Así que todo queda en tertulias de bar, de comercios o de peluquerías como meros desahogos o para hacerse los mártires ¡¡País!!
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