El fin de semana pasado pudimos volver a nuestra casa de Quintanilla. Habíamos tenido una avería en la estufa del txoko, donde solemos estar los fines de semana, y, por fin, hemos comprobado que funciona perfectamente. Ha sido también una suerte poder disfrutar de unas tardes de este febrero truncado, donde el buen tiempo puede acabar siendo malo, con temperaturas suaves que invitaban a dejarse invadir por el tibio ambiente. Fue una de esas veces que, al entrar por primera vez en la casa, apetece salir a comer en el exterior porque las paredes conservan demasiado bien el frío de lo que fue un invierno pasajero.
Una de las tardes optamos por pasear en una zona de pastos que en esta época están vacíos, porque aún no han soltado el ganado al monte. Además de un atardecer precioso, pudimos disfrutar de un silencio sobrecogedor. Estuvimos un largo rato callados absorbiendo la quietud del momento, contemplando la puesta de sol y oyendo solamente el susurro de un viento leve. Antes de retomar la marcha gravé un pequeño vídeo para dejar constancia del silencio que estábamos disfrutando. Sí, doy fe: el silencio se disfruta desde lo más profundo de uno mismo y es un cargador de pilas que no se encuentra en las famosas recetas milagrosas que nos anuncian. Y si ya está enmarcado en un paisaje agreste y en la soledad más absoluta, puede convertirse en una invitación al éxtasis.
Dejo aquí constancia de lo expuesto a través de las fotos de los atardeceres captados por María y de mi elemental, pero expresivo, vídeo. De fondo aparecen, destacadas por la nieve, las cumbres de Braña Vieja, donde se encuentra la estación de esquí de Alto Campó.
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