Ayer María y yo nos dimos un paseo por el parque botánico, que es nuestro rincón favorito de Barakaldo sobre todo ahora en primavera. Así que hoy hemos optado por callejear con lo que conlleva de mirar escaparates y entrar en alguna que otra tienda. Cuando ya enfilábamos para casa, alguien que llevaba una sillita de bebé nos ha saludado desde la otra acera. Era Jaime, que es el nombre que le puse en la historia que narré hace algunos años. Si se vuelve a leer esa historia se puede comprender la emoción que he sentido al verle orgulloso y radiante enseñarme una preciosidad de chavalote diciéndome que era suyo. He saludado también a su compañera y no he podido resistirme: me he ofrecido de abuelo en caso de que le haga falta uno. Y esto también se puede comprender después de leer el trozo de historia que compartí con él.
Si un hijo le transforma a cualquiera, incluso sin pretenderlo, en este caso creo, y deseo no equivocarme, que le ha venido Dios a ver, como solían decir nuestras abuelas. Ya en su expresión he podido percibir otra mirada, otra sonrisa ancha y no digamos en su forma de hablar, o sea, que ha recibido un chorro de vida que le estallaba por todos sus poros. Me he emocionado como un tonto y casi me echo a llorar. María me ha dicho que con la edad me estoy volviendo más blando, pero es que, para bien o para mal, les llevo muy dentro. Les deseo lo mejor.
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