Les conocí hace casi 40 años. Eran una pareja sencilla, afable y cariñosa. El trabajaba en los Altos Hornos de Vizcaya. Ella era la típica ama de casa de aquella época que hacía unas tortas al estilo del pan preñado de muerte. Compartía vivienda con ellos la madre de él. Tenían una casa en el pueblo de los padres de ella. Allí pasaban las vacaciones, fines de semana, él cuidaba la huerta... vamos, todo de los más común en una barriada obrera de aquellos momentos. Eran miembros activos de la parroquia de su barrio y de Cáritas parroquial. Posteriormente, cuando llegó la crisis de la siderometalurgia, le obligaron a prejubilarse. Como tantos otros en su situación se dedicó a cuidar mejor su huerta y a colaborar en las cosas de la casa.
Tenían solamente un hijo. Era un chico guapito, rubito, más bien callado y algo introvertido. Como buen hijo único era el ojito derecho de toda la familia. Llevaba la escolaridad con normalidad, le gustaba mucho ir al pueblo y no parecía que tuviese muchos amigos en el barrio. Me acuerdo de una anécdota curiosa. Tuvieron sus familiares la peregrina idea de regalarle un corderito recién nacido como mascota. El crío se encariñó tanto con el animalito que no hubo manera de que lo dejara en el pueblo y se lo tuvieron que traer a su casa como si fuese un perro. Claro que llegó un momento en el que el cordero no podía seguir en la casa por su tamaño y porque no se adecuaba a ese modus vivendi como lo hacen los perros. Entonces decidieron sacrificarlo y, de paso, hacer despensa. Pero nadie se atrevía a hincar el diente al que había sido miembro de la familia. Para remediar el problema acudimos una cuadrilla de conocidos que dimos buena cuenta de sus tierna carnes.
Cuando se levantó el telón de la adolescencia el escenario tenía otro aspecto, quizás más común a esa etapa. Osco, contestaciones, incontrolable, deja los estudios, no hace caso de nada... Según fue creciendo todo ello se fue agravando, hasta que fueron observando conductas extrañas y, como solía suceder, descubrieron que estaba de mierdas hasta las orejas. Se va de casa, se junta con una mujer mayor que él con antecedentes. Se mete con ella en un bar de mala catadura y, a pesar de que los padres se desviven por sacar el negocio adelante, aquello va a la ruina como todo lo que toca la droga. De aquí en adelante toda su vida se convierte en un via crucis. Idas y vueltas a casa, entradas en programas de desintoxicación, recaídas, llamadas a la hertzaintza... No solo no reconoce a sus padres los esfuerzos que han hecho, sino que se dedica a extorsionarles y a hacerles la vida imposible. Amenaza, desprecia y llega a dejar marcados a ambos progenitores. El padre acaba marchándose al pueblo y tiene que ponerse a tratamiento. La madre, con esa extraña heroicidad que les caracteriza, sigue intentando controlar la casa y aguantando los maltratos.
Hace poco me he enterado que el hijo ha muerto a causa de su lógico deterioro. Muchos pensarán, gracias a Dios que por fin se les ha acabado el Calvario. Pero cualquiera que tenga hijos podrá comprender que eso es lo único que nunca va a suceder. Todo lo contrario, el mal trato se va a prolongar por lo que les queda de vida, porque ahora llega el infierno de las culpabilidades y de los interrogantes. Por eso he puesto como título el primero que se les puede ocurrir. ¿Cómo lo hemos hecho tan mal? ¿Cuando empezó todo y cómo fue que no nos dimos cuenta? ¿O fue que no quisimos verlo? O lo que es peor ¿Quién tiene la culpa de todo esto? ¿Por qué no hiciste... por qué le dejamos...le mimamos demasiado... por qué nadie nos quiso ayudar...no le dejaste demasiado dinero? Las últimas veces que le he visto a él, iba como un sonámbulo paseando con su perro y como quien va hablando solo o con algún fantasma. Ella se dedica a cuidar a una señora mayor por aquello de sacar algún provecho. Realmente nadie que les conozca se podía suponer que su historia les iba a llevar por estos derroteros.
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