jueves, 31 de marzo de 2011

CASADA CON UNA LÁPIDA

Hoy he coincidido con Ella en el autobús de línea. Lo más seguro que lo coge porque está lloviendo. Ordinariamente sube y baja al cementerio andando, por eso le veo pasar muchas veces por delante de mi casa. Hoy apenas me ha hecho caso porque está en animada conversación con otra mujer joven que parece ser, por lo que hablan, vecina suya. Sigue con su indumentaria de todos los días que viene a ser como un hábito permanente, símbolo de una condición o de un voto de viuda a perpetuidad. Negra desde la pañoleta, pasando por esa falda enorme que más parece una sotana, hasta las zapatillas domésticas, que curiosamente no se las cambia ni en estos días de lluvia. Negra del todo como su pelazo de gitana de tono azabache. Negro el tinte de su vida y de su futuro.



Yo conocí a Ella cuando teníamos el rastro de Emaús en Lutxana. Era una cría casadera como todas las gitanas cuando pasan de los 16. Tenía una risa cantarina y una mirada limpia y viva. Su marido, un poco mayor que ella, era un chavalote grandullón y tranquilo. A primera vista era un buen partido ya que se trataba del primogénito de un patriarca. A ella la habían traído de su tierra natal, Valladolid o Palencia - ahora no lo recuerdo bien-. A la postre, aquello fue como quemar las naves y ahora se ha quedado atrapada aquí sin familia propia. A poco de casarse y con una niña pequeñita se queda sin marido, creo que fue por un accidente. A partir de ese momento se le impone por parte del patriarca un luto riguroso que va desde su indumentaria hasta todo el control de todos los momentos de su vida. De esto hace ya más de 10 años. De su casa al cementerio y del cementerio a su casa, esa es su misión: cuidar la tumba de su marido.



Tuve que volver a relacionarme con ella porque su hija era una absentista irreductible, como todos los de su clan. Pude comprobar entonces que no tenía nada de autoridad ante su hija, incluso ésta la trataba hasta con algo de menosprecio como si fuera su criada. Creo que de esta forma reflejaba el trato que le daban y le siguen dando en la familia. No lo puedo remediar, cada vez que la veo se me desgarra algo en mis tripas. Chocan en mi interior dos sentimientos encontrados, una pena infinita y una indignación insoportable, por la impotencia de no poder hacer nada ante un maltrato tan insultante. Varias veces he hablado con ella y me he atrevido a decirle que se vaya de aquí con su familia. Ella siempre se ha quedado muy cortada cuando le saco el tema. Sé que no es una decisión fácil en su cultura, más aún, es imposible porque ni se lo van a permitir aquí, ni le van a readmitir allí. Solamente ha podido ir a atender a su madre cuando estaba enferma. Creo que desde entonces solamente me saluda y elude hablar conmigo. Casi he llegado a creer que ha interiorizado de tal manera esta situación que se ha autoconvencido de que su vida no puede ser de otra manera.




¿Podemos llamar a esto cultura, costumbres atávicas, amor para siempre, fidelidad al clan...? Hay maltratos a mujeres escandalosos, pero estos maltratos prolongados, silenciados y llevados en el más riguroso secreto pueden herir más profundamente hasta acabar destruyendo la personalidad más sólida. Ella con sus faldones negros, en sus idas y venidas al cementerio, me da la impresión de que está muriendo en vida desde el día en que enterraron a su marido. Solamente les ha faltado enterrarla con él, como hacían algunos de sus ancestros de la India al quemar las esposas con el cadáver del marido.

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