¿Realmente sabemos qué estamos celebrando en la Navidad? ¿Qué queda de lo que nos enseñaron a los mayores en nuestra infancia o de las costumbres que teníamos entonces? Ahora estamos perdidos en medio una mezcolanza de personajes, ritos, tradiciones de otras culturas y que todos han sido fagocitados por el "becerro de oro" al que el mundo entero rinde pleitesía y asiste asiduamente a sus disparatados rituales consumistas, camuflados bajo vistosos ropajes de paz, familia, felicidad, alegría... Todo sirve para hacernos consumir y cuanto más consumas, más vales, mejor vives, más luces ante los demás... Al niño Jesús le traen regalos los Magos de Oriente y, de paso, Santa Claus, San Nicolás, Papá Noel, Olentzero traen regalos, principalmente para los niños. Al final esto acaba convirtiéndose en un intercambio y, claro, nadie quiere ser menos ni quedar como un miserias. La mayor parte de la gente miramos con terror al calendario porque se acerca la Navidad y acabamos medio locos pidiendo su final cuanto antes, soñando con la reanudación del curso, porque se suele acabar agotados si tenemos responsabilidades familiares
Antiguamente se consideraba una fiesta cristiana. Ahora ya ni se sabe. En su día los que escribieron esos relatos mitológicos en los evangelios no tenían intención de hacer historia, sino de avisarnos de la importancia de la vida, de los hechos y de la doctrina del protagonista, porque iba a ser el mesías salvador -un personaje portentoso cuya venida esperaban los judíos de aquel entonces-. Algunos siglos después de que fueran escritos, el cristianismo tuvo la desgracia de convertirse, por decreto imperial de Constantino, en la religión oficial del imperio romano y se convirtió en cristiandad, porque era obligatorio acatarla. Claro los evangelistas no tenían la culpa de que en la posteridad se tomara al pie de la letra lo que escribieron y que era obligatorio creerlos como hechos que se habían dado realmente.
En la extensa geografía del imperio, el cristianismo se fue encontrando con los ritos o festejos propios del solsticio de invierno: el mito del árbol con sus personajes en los países nórdicos, eslavos o con las fiestas familiares de los romanos. Todos ellos fueron quedando debidamente bautizados bajo la celebración de tan importante nacimiento, aunque, en realidad, en sus fiestas se mantuvieron las costumbres ancestrales: los regalos misteriosos y los encuentros familiares y es lo que nos ha llegado hasta nuestros días, con las variantes particulares de cada zona.
En ese contexto de bondades, es propio de estas fechas navideñas que se hagan colectas de apoyo a las asociaciones que se dedican a ayudar a gente necesitada, que se multipliquen los llamados a la paz y a la convivencia, que se intente hacer visibles a los colectivos más desfavorecidos, a ser acogedores con los inmigrantes, de intentar acompañar a personas que soportan soledades no deseadas... Vamos, que parece penoso, para la gente de bien, que alguien tenga que pasar estas celebraciones solo o sola. Debajo de estos buenos sentimientos, o mejores deseos, que para un sector de población no dejan de ser ñoñeces, hay un trasfondo válido. Los valores y derechos humanos proclamados por Jesús de Nazaret, y luego transmitidos por sus discípulos, pueden ser tan válidos para ateos como para creyentes de cualquier religión.
Es este sustrato lo más importante de la Navidad, porque ésta lo hace aflorar de una forma especial aunque sea una vez al año. El problema que se nos plantea ahora, es que los medios para su celebración se han convertido en fines y eso está conduciendo a una perversión de estas fiestas, que podrían ser entrañables y sanadoras para la sociedad y para las familias. Sin embargo, llevan camino de acabar siendo desquiciantes y fuente de situaciones absurdas, de las que resulta fácil quejarse o criticar, pero que seguimos cometiendo el mismo error de repetirlas y de favorecerlas, cada vez con más fuerza.
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